Entre Buenos Aires y Las Varillas, el pueblo donde nació Franco Verdoia, hay 600 kilómetros. Una distancia que primero midió con ojos de niño, pensándola como un gran agujero negro, en el que las novedades que ocurrían en Buenos Aires inevitablemente se perdían. Todas aquellas cosas que a él le interesaban –las películas, la música, los juguetes que veía en anuncios de Billiken– llegaban hasta él años más tarde, con un delay  “como el brillo de una estrella que ya no existe”. Esa distancia fue atravesada luego, al cumplir los dieciocho años, cuando migró definitivamente a la gran ciudad. Allí, además de asumir una sexualidad que la estrechez del pueblo no le permitía, se formó artísticamente. Como actor, director de teatro y de cine. Luego, empezó a trabajar en estas cosas. Pero Las Varillas siempre fue el lugar a donde volver los veranos, a ver a sus padres y tomar mate con sus tías. También era el lugar en el que se iba formando un acervo de imágenes casuales, fotografías que tomaba y atesoraba solo como recuerdos divertidos. Esas fotos desinteresadas, fueron devolviéndole, con los años, el ADN de su mirada.

Franco Vedoia muestra hoy en el Museo Caraffa el resultado de esos viajes y de esa mirada, que fue agudizándose en el tiempo. La tensión entre Las Varillas y Buenos Aires es precisamente el eje de La mayor distancia entre dos lugares, que puede verse en la sala 3 del bello museo cordobés. “Para mi poder repatriar las imágenes era algo pendiente.”, dice Verdoia. Porque ese movimiento es de ida y de vuelta: fotos de Córdoba que vuelven a Córdoba. Un trayecto que se hizo en el espacio, pero también en el tiempo, un gesto hacia el pasado, entre la infancia y la actualidad, e incluso un trayecto dentro de la mente y el cuerpo del artista. 

Una casa con tres flores

El recorrido de Verdoia –artístico, en este caso– incluye un taller iniciático con Florencia Blanco y otro, definitivo con Adriana Lestido. A ambas considera sus maestras. Atrás había quedado la época en que estudió actuación y dirección de actores con Augusto Fernandes y Agustín Alezzo. Según cuenta, en el primero de estos talleres de foto hizo su primer trabajo: una serie de frentes de casas de Las Varillas. Era una aproximación frontal, arquitectónica y distante hacia el lugar donde había crecido. Las variaciones de los tonos pastel, los pequeños portales, algunos arbolitos, mostraban un ámbito confiado, calmo y como detenido en un tiempo lejano, que el fotógrafo recuperaba para el presente. 

Pero luego Verdoia sintió el deseo de cruzar aquellos portones y adentrarse en esas casas: una en particular, en la que probablemente más se había divertido: “Cuñadas es una serie de fotos que hice durante seis o siete años en la casa de mi abuela y mis tías abuelas de la rama materna, mujeres que vivieron en comunidad familiar durante sesenta años hasta que se fueron muriendo. Queda una nada más. Fue mi primera experiencia con un relato fotográfico. Empezó como algo inconsciente, cuando pasaba por la casa de mis tías, tomaba unos mates y les sacaba fotos. Florencia Blanco me ayudó a darme cuenta de que ya estaba haciendo un trabajo con eso. Me ayudó a pensar un trabajo un poco más serio: empecé a viajar a Las Varillas para fotografiarlas. Y fue como una fiesta, me copé mucho, fue todo un descubrimiento. Luego, con Adriana Lestido, trabajé ese material y tomé un compromiso un poquito mayor con las imágenes.” 

Las fotos fueron publicadas en formato libro por la editorial de fotografía La Luminosa junto con pequeños textos, diálogos tomados de la realidad, que no hacen sino confirmar el espíritu manuelpuigesco que recorre las imágenes. Por ejemplo: “Norina: Me habló la Titi, el Toto anda jodido de vuelta. Flaca: Pobre Titi. Norina: ¡Pobre Toto! La malasangre que se hizo en vida pobrecito. Flaca: Podes decirlo, mirá. Norina: encima la Titi trajo la invitación para la cena. Flaca: sí, ¡setenta pesos! Treinta más y son cien pesos. Es mucho, es mucho. Norina: quien te dice que por ahí en vez de ‘ cumpleaño’ ‘tamo’ de velorio.”

¿Qué hay en las fotografías? Patios plagados de malvones resplandecientes, arreglos de flores artificiales sobre televisores de tubo, paredes color salmón, cortinas de tiras plásticas desgastadas, imágenes religiosas en marcos barrocos, caballitos de cerámica cascada, pero sobre todo, señoras en batón que miran a cámara, con una media sonrisa entre la tolerancia y el disfrute frente a la picardía del nieto. Ese trabajo se expuso en el CDF en Montevideo y fue muy bien recibido. Entre libro y muestra, la fotografía se volvió para Verdoia central en su vida. “Se convirtió en un lenguaje que empezaba a necesitar para expresarme.”

Perros que necesitan ladrar

Pasado algún tiempo, Franco Verdoia arremetió con otra serie de fotos, un nuevo trabajo que se hizo lugar entre sus ocupaciones como director de cine y publicidad. El espacio también fue Las Varillas y el universo familiar. Pero en vez de la calidez kitsch de la rama femenina, la búsqueda fue hacia la frialdad protoindustrial de la rama masculina: “Mi papá era tornero, de una fabrica metalúrgica. Cuando nací mi papá empezó a edificar su propia fábrica. Empezó siendo un taller y se convirtió en una industria chiquita, de diez empleados. Toda mi infancia fue en ese taller. Se me ocurrió ir a registrar la fábrica de mi viejo. Y el trabajo se convirtió como la contracara de Cuñadas.”

La invitación a mostrar en el Museo Caraffa de Córdoba fue originalmente para Cuñadas. Pero por cuestiones ajenas a la voluntad de Verdoia, la sala que le asignaron fue la más rara, no solo por sus grandes dimensiones, sino porque está sembrada de columnas. El espacio le pareció demasiado amplio y facetado como para mostrar la intimidad de las fotos de sus tías. Aquí entra en la historia Lorena Fernández, también fotógrafa y tallerista, quien fue la curadora de la muestra. Ella le propuso a Verdoia sumar el material, la serie de la fábrica, titulado El miedo es un perro que muerde, que no había sido mostrado hasta ahora. Opuestos complementarias, las series conformaban dos dimensiones de una misma sensibilidad. 

Verdoia relata: “Yo detestaba ir a ese taller. Mi papá me hacía ir a trabajar, algo que para mi era un tedio. Representaba un universo muy masculino, esquemático, repetitivo. Por eso con estas fotos quise probar algo. Me imaginé hacer algo teatral. Llevar artefactos de luces y pensar el espacio como escenográfico, medio de puesta en escena. Quería enrarecerlo. A partir de eso que era totalmente cotidiano, generar un extrañamiento. Se me ocurrió ir de noche. Le pedí a mi papá que me abra, que apague las luces y me de los elementos que él usaba para iluminar los motores, unas luces portátiles muy precarias. Con eso empecé a iluminar las máquinas, los rincones y empecé a fotografiar. Pero pasó algo: la fábrica siempre estuvo llena de perros y yo le tengo terror a los perros, antes los conocía, pero ahora que volví siendo adulto, los perros eran otros. Le había pedido a mi padre que los encierre, porque no me iban a conocer. Pero no se si fue un acto medio inconsciente, en vez de encerrar a los perros, mi papá me abrió y dejó los perros sueltos. Así que cuando empecé a hacer las fotos, empecé a la vez a oír gruñidos de los perros en la sombra. Estuve en pánico. Para mi ese trabajo tuvo que ver con tomar contacto con el miedo. Por eso luego se llamó El miedo es un perro que muerde. Mucho más tarde me di cuenta que lo que estaba haciendo era un acercamiento a mi papá. Produciendo una suerte de reconciliación. El ultimo día que fui a sacar fotos a la fabrica, después de mucho tiempo, me senté con él y le conté que era gay. Fue una charla muy insulsa porque mi viejo ya lo sabía. Pero yo me quería escuchar a mi atravesar esa frontera. El no lo sentía, lo sentía yo. Poner en palabras algo que yo estaba explorando desde las imágenes.”

Por eso en La mayor distancia entre dos lugares,  atravesando las imágenes, hay elementos que enhebran un recorrido. No solo de fotos está hecho el viaje. También hay textos, chapas acanaladas de colores plenos, caballos de cerámica que ya no galopan, batones floreados dobladitos como en un placard. Trascendiendo la bidimensión fotográfica, el material sensible dispara su emotividad hacia el espectador volviendo la distancia material para el misterio y la melancolía. u 

La mayor distancia entre dos lugares, fotografías de Franco Verdoia con curaduría de  Lorena Fernández se puede visitar en el Museo Emilio Caraffa de la ciudad de Córdoba hasta el 15 marzo de 2018.