Las negras, las viejas, las trabajadoras formales, las artistas, las desocupadas, las cuidadoras de entre casa, las sindicalizadas, las travestis, las lesbianas, las discapacitadas, las que llevan años militando feminismo, las que vierten lágrimas por primera vez por sentirse narradas en la experiencia de otras, las que se reivindican putas feministas, las que gritan que la prostitución es explotación, las dirigentes sociales, las dirigentes gremiales, las académicas, las sobrevivientes de la violencia machista, las que son capaces de putear a los acosadores, las que entienden ahora que el abuso sexual no es un no dicho a destiempo, las periodistas, las madres, las que no quieren serlo, las que abortaron y las que acompañaron a abortar, las indígenas, las del conurbano, las del centro, las militantes de izquierda, las peronistas, las kirchneristas,  las anarquistas, las independientes; las jóvenes, sobre todo las jóvenes. La enumeración es insuficiente y sin embargo es una tentación nombrarnos no porque haya que fijar identidades como mariposas capturadas con un alfiler si no porque cada una tuvo voz, cada una hizo emocionar a las otras, cada quien traía algo que poner en común de su experiencia cotidiana, sus razones para la desobediencia, su deseo de abrir otro horizonte posible. Y además, porque la enorme transversalidad que fue capaz de reunirse bajo un cielo de verano, amoroso con la multitud porque el viento era una caricia, habla de un movimiento vital, deseante, popular, en construcción permanente pero ya con experiencia acumulada como para saber que no es sólo testimoniar y hablar del dolor si no templar la voz y conseguir con otra que nuestros gritos desgarren al poder patriarcal y excluyente. Porque le decimos basta a la violencia femicida, basta a la violencia sexual, basta a la violencia económica y represiva de un Estado policial que aunque hable de políticas de género pone en la calle trabajadoras  todos los días, terceriza la atención de las víctimas de violencia y reprime las manifestaciones populares en las calles. De hecho, ese modo de salir a cazar manifestantes arbitrariamente después de una movilización se inauguró como método después del primer Paro Internacional de Mujeres, el 8 de marzo pasado.  La masividad de la asamblea de ayer fue una sorpresa, pero sobre todo fue una enorme emoción compartida y un desafío para todas, todas las que entienden que hay una revolución en marcha, que es existencial porque se escribe en nuestra experiencia y en nuestros cuerpos, y es también un deseo real de cambiarlo todo: las variables económicas, políticas, sociales, culturales. El feminismo es un actor político inesperado en un ágora que se debate entre varones y unas pocas mujeres que miran con desprecio a su género, habla el lenguaje de los Derechos Humanos y reivindica las luchas que lo precedieron, pero a la vez inventa su propio camino. Si el año pasado a muchos y muchas les costó entender que el Paro Internacional de Mujeres no era pura retórica si no fuerza de trabajo que se bloquea en las casas, en las fábricas y oficinas, en el campo, en los barrios, en las plazas y las camas, la demostración de fuerza y vitalidad de la primera asamblea en Buenos Aires –igual que sucedió en Chaco, en Santa Fe, en Neuquén y las que siguen preparándose en otras provincias– habla de una voluntad política de seguir creciendo, de pensar sobre y acumular poder sabiendo que no estamos solas –y no estamos todas, porque son muchas, cientos de miles las que vienen llegando– porque el mundo también se levanta, porque como se cantó en la asamblea, el patriarcado se va a caer y el feminismo va a vencer. Por nosotras y por todas, para nosotras ahora mismo y para las generaciones que siguen y que aprenden en esta marcha que igual que las zapatistas, queremos para todxs todo, para nosotras, nada más que estar en el camino.