James y Alyssa tienen 17 años y se conocen en el comedor de la escuela. El viene de años de silencio, amasando bronca y una colección de animales silvestres a los que asesinó sin piedad después de ver el suicidio de su mamá en primer plano: iban a alimentar patos pero ella decidió dejarse caer adentro del auto en una ciénaga que la tragó rápidamente. James se queda entonces al cuidado de su papá, que hace todo por ponerle onda pero nunca llega a conectar con su hijo, que le pide un cuchillo de regalo para sus trece años (eso lo sabremos después). 

Alyssa fue abandonada por su papá biológico a los 6. Su mamá se volvió a casar con un puerco abusador con el que tuvo mellizos y ambos se dedican a tallar una vida perfectita pero bastante triste mientras el puerco le insinúa a Alyssa que mejor se vaya de la casa pasándole una mano por la cintura. Todo ocurre en un pueblo indefinido de Inglaterra y su costumbre de humor corrosivo, de ese que no habilita la carcajada pero sella la sonrisa y una total empatía con los personajes.

Es muy lograda la construcción de estos jóvenes viejos, a veces iluminados de tal modo que parecen de piel curtida, y es que los dos ya saben lo que es sufrir y ven en el encuentro la oportunidad de irse de sus casas y también de salvarse. Hay algo de Thelma y Louise en la trama, porque huyendo se encuentran la tragedia que tenían más a mano: la de cometer un crimen para evitar una violación. También hay una agente de la policía que intenta salvarlos, pero eso vendrá más adelante. 

James ya venía practicando con su cuchillo y en su cabeza el rumiar de la psicopatía no lo soltaba, al punto que fantasea con matar a Alyssa hasta que ella se vuelve imprescindible. Y por supuesto hay una huída, que tiene los tintes del road movie de las chicas que roban la gasolinera y pasan de escuchar música eufóricas a sentir en el cuerpo el cansancio de la ruta. Pero antes, el crimen. 

Después de conocerse, y elegirse por intuición, James y Alyssa vagan sin rumbo hasta que encuentran una casa aparentemente vacía. La ocupan como si el mundo fuera un gran living donde dialogar en mínimas dosis. El trato todavía es parco entre ellos, por momentos James solo dice OK y Alyssa se desespera por comunicarse con él, pero siempre como una chica ruda que sabe lo que quiere. En una pelea, sale a caminar y se cruza un pibe al que lleva a la casa para tener sexo. El es la pista que luego los llevará a ser sospechosos del asesinato que cometen más tarde: mientras Alyssa estaba con el pibe casual (sin tener sexo porque lo rechaza enseguida) James descubre imágenes del dueño de casa torturando, violando y aparentemente asesinando a decenas de mujeres. Es por eso que cuando vuelve y la encuentra a Alyssa en su cama durmiendo, la ataca enseguida pero James le da un certero puntazo en el cuello que lo desangra en pocos minutos. A partir de ahí, los chicos intentan borrar pruebas y huyen, a la búsqueda del papá de Alyssa, quien creen que podrá salvarlos. De allí la ruta, los bailes y el robo, que es tal vez una de las escenas más espectaculares de la serie de ocho capítulos. 

La subtrama compuesta por dos investigadoras que se enredaron pocos días antes en un confuso episodio que las llevó a la cama (y que ahora una quiere evadir y la otra enfrentar) es tan jugosa como la principal. En gestos pequeños pero contundentes, empiezan a distanciarse porque mientras una busca entender a James y Alyssa en las pistas que van dejando (y los defiende porque en definitiva mataron a un violador y femicida) la otra los ve como asesinos comunes. De hecho James cumple 18 años el día que lo encuentran, en el trailer que el papá de Alyssa tiene en el medio de la nada, como un hippie tardío y padre ausente de un hijo más, al menos, que abandonó como a Alyssa. 

No hay final feliz pero sí mucha felicidad en ver una serie tan atípica y efervescente, tan intensa y bien actuada a la vez, basada en la novela gráfica The End of the Fucking World de Charles S. Forsman.