Comenzó a cruzar la senda peatonal y se paró en mitad de la calle. Inmóvil, miró el hall del edificio que había llegando al final de la cuadra, y en un rincón del hall a dos adolescentes sentados con los brazos y las piernas estiradas sobre un banco de madera ajustado a la puerta de madera del ascensor. Todo estaba revestido en madera. Las paredes, las puertas, los escalones de la escalera, los apliques de la luz, el techo, los marcos de los cuadros, las puertas del ascensor, el piso. Volvió a mirar a los adolescentes, y trató de comprender la sensación de extrañeza que le despertaban. Las piernas largas de ella, la más grande, la que con los dedos de una mano tecleaba un jeans tajeado y con los otros intentaba despegar algo blanco de la pared, había dejado su celular sobre el banco y movía la boca como susurrándole algo a quien parecía ser su hermano, mientras que el más chico, impávido, distraído, apenas apoyaba los pies sobre el parquet y bajaba y subía la cabeza descansando la pera sobre parte de un cuello flaco y un torso desnudo aún más delgado, parecían rechazar algo y atraerlo con idéntica vacilación. Fueron unos segundos, pero todo le parecíó tan torpe y desordenado que cuando el semáforo cambió a verde dio dos pasos y alcanzó a pisar el cordón.

Cuando era adolescente había tenido la misma sensación. Había acompañado a su madre al ginecólogo y los dos esperaban sentados en un banco largo con asientos individuales. Los otros pacientes casi no hablaban, como él lo hacía con su madre, y las paredes y el piso blancos y el olor de un ambiente estirilizado confirmaban que debían estar callados. Su madre movía una de las piernas cruzadas de arriba hacia abajo, a la misma velocidad, como lo hacía en el living de su casa o en reuniones familiares, y él pensaba que cuando fuera más grande la iba a ver repetir ese gesto porque así era ella y nunca podría cambiarlo.

Caminó hasta la casa de Agustín y miró el resto de esa media cuadra. La avenida, la estación de servicio, los chicos haciendo malabares con monedas, el bar con las luces tenues en la barra, la casa de dos plantas de doña Leticia y su hija Alejandra, las rejas y el timbre del medio que a veces Agustín no escuchaba, porque estaba en la terraza con sus plantas y solía pasar horas sin prestar atención, todo estaba ahí, parecía estar ahí realmente siendo.

Tocó el timbre y esperó unos minutos, y antes de que se diera media vuelta lo vio a Agustín en el pasillo con un cigarrillo en la mano y contándole el enojo que había sentido después de leer una revista sobre ecosistemas degradados.

Lo miró a los ojos. Parecía que no hubiese dormido nada.

-‑¿Estás bien? -le preguntó.

-‑No -le respondió Agustín, como si al mismo tiempo que se sinceraba pudiese evitar sentirse incómodo‑. No entiendo qué está buscando.

-‑¿Quién?

-‑Guillermina.

-‑¿Volvió?   

-‑Sí, y a lo mejor se quede hasta fin de año. O más. No sé. Lo peor es que ella tampoco lo sabe.

Caminaron por la vereda sin decir nada, sintiendo el peso de un silencio aletargado, levantando apenas la voz cuando se acordaban de algo sin importancia, porque los autos pasaban muy rápido y un colectivo había detenido su marcha justo donde ellos hacían lo mismo para cruzar la bocalle. Claro, eso mismo. Su cuerpo moviéndose a una velocidad remota, paralizante. Levantó las manos y se las pasó por la cara, viendo en la vidriera de un comercio cómo la piel apenas bronceada se tornaba mucha más delgada. Delgada, fibrosa, el ejercicio físico, las calaveras de los jíbaros prensadas, los exámenes sobresalientes, la tarjeta del colectivo y la plata de los apuntes, todo meticulosamente detallado y reverberando en una forma dogmática. Sin embargo, era él quien podía aceptar que Guillermina estuviese en la ciudad y pensase quedarse todo un año en la casa de sus padres. Volvió a mirarse las manos y recordó el día ‑¿hacía ya cinco o seis años?‑ en que Guillermina lo había agarrado del brazo y le había preguntado qué pasaría si seguía su mirada hasta encontrarse con ese desconocido que no sabía qué hacía ni cómo se llamaba. Él tardó en responder lo que pensaba. No sabía si era enojo lo que sentía mientras veía sus pupilas expectantes. Cuando se dio cuenta de que lo que le había dicho Guillermina era más un desafío que una convicción, confirmó lo que siempre creía cuando nadie le preguntaba su opinión.     Confirmar, de eso se trataba. Confirmar lo que otros pensaban sin decir una palabra. ¿Para qué poner en duda lo que otra persona creía saber y solo ella podía creerlo? Eso pensaba cuando esperaba en la sala de espera al lado de su madre. También su madre esperaba mucho más de lo que el médico podía darle. Los grados de su libertad podía verlos reflejados en esos adolescentes que también esperaban en el hall del edificio sin hacer otra cosa más interesante. Todo era una cuestión de grados. Las dos escenas que se le habían presentado cambiaban imperceptiblemente sus significados cuando segundos más tarde volvía a recordarlas. Pero ya era tarde, porque siempre persistía una sensación confusa que lo incomodaba.     

Agustín encendió otro cigarrillo, y le dijo que esa noche el bar cerraba una hora antes. Estaban a tres cuadras y Agustín nunca se acostaba muy tarde, aunque eran las diez de la noche de un sábado y el calor agobiante invitaba a estar en la calle.

Agustín levantó la vista y señaló a uno de los árboles.

-‑¿Escuchaste? -le preguntó.

-‑Sí -contestó él.

-‑Un Venteveo. A veces los escucho a esta hora en la terraza. Cuando estoy sentado sin hacer nada. Eso: sin hacer nada, ¿me entendés? Es como si entre el canto del Venteveo y donde yo estoy sentado hacer algo pareciera forzado.

El no dijo nada, saltó unas baldozas flojas y siguió con el mismo ritmo.

-‑Mirá -continuó Agustín‑, para saber lo que es la naturaleza no tenés que subir a una montaña. Podés estar viendo una pared, un mosaico, un pedazo de cielo, y te vas a dar cuenta de que sin ese espíritu esas cosas pasarían de largo.

Llegaron a la calle que serpenteaba el río y se sentaron en la única mesa vacía. El bar estaba abarrotado de gente: chicas en grupo que ocupaban mesas largas y otras separadas por un espacio reducido que ocupaban parejas y amigos que no llegaban a ser más de cinco. Los autos estacionados en doble fila con las valizas encendidas, la música de los parlantes que se perdía entre los árboles de lo que podría ser un bosque en una ciudad que crecía construyendo edificios y los amontonaba unos al lado de los otros, desdibujando los rasgos de lo que alguna vez esa había sido.

Lo miró a Agustín y le preguntó si Guillermina seguía teniendo el mismo número. Agustín asintió con la cabeza y tomó un trago. La última vez le había escrito un mail diciéndole todo lo que había creído sobre su encuentro fallido. Le habló de hechos y opiniones como si estuviese rindiendo un exámen y ella no pudiese aceptar que no existiesen garantían entre lo que pudiese ser cierto y lo que él pudiese creer. Nunca se había sentido tan torpe, tan fuera de lugar con lo que sentía, creyendo que entre sus palabras y Guillermina no había diferencias, que podía expresar lo que sentía y saber que a pesar de la distancia seguiría pendiente de su presencia. La misma sensación que había sentido al ver a esos adolescentes y a él mismo en ese recuerdo junto a su madre cuando su voz sonaba insuficiente, tonta, absurda.