–Ha traducido a muchísimos poetas de muy diversas lenguas, del francés, alemán, portugués, italiano y gallego. ¿De dónde le viene esa facilidad con las lenguas? ¿Hasta qué punto la traducción fue un alimento, un nutriente para su poesía?

–Me descubrí traduciendo poesía de otros lenguas muy poco después de haber comenzado yo mismo a escribirla. Y a la mayoría de esas lenguas no las estudié, son un don de oído, un legado, un linaje. También en esto me han ocurrido las cosas más insólitas. Y como siempre, jamás premeditadas. Era yo muy joven cuando Aldo Pellegrini me propuso traducir por primera vez a Pessoa, en ese entonces desconocido hasta en Portugal. No mucho después tocaron el timbre de mi casa, y un joven Klaus Dieter Vervuert me propuso traducir poesía alemana de posguerra –comenzando por un Celan todavía vivo–, y desoyó mis protestas de que no sabía ese idioma para trabajar en común. Después de los grandes modernistas brasileños (Drummond de Andrade, Murilo Mendes), fue Cesare Pavese quien primero se convirtió en un libro. En la casa de Hugo Gola en Santa Fe seleccionamos y tradujimos El oficio de poeta, los límpidos ensayos de Pavese, suicidado poco antes. Y poco después Lautaro me encargó sus dos únicos libros de poesía. Fue como una marea incontenible. Y llegaron a convertirse en legión. Traducir gran poesía es utópico, pero irresistible. Me guiaba el amor, y mi conciencia. Varias veces dije que no a propuestas. Sólo traduje lo que de algún modo sentía ligado a mí. También sin eso no sería quien soy.