El cuento por su autor

Hay imágenes, frases, fragmentos de experiencia (propios o ajenos) que a una la rondan durante años como deseos de cuentos, latentes, adormilados, refulgentes como una joya que vemos tras una vitrina y que quizá nunca podamos tocar. Hay otros, en cambio, que de manera súbita se nos aparecen. Punzan de repente la imaginación y las emociones, golpean en el plexo solar con una urgencia desmedida y nos tiran contra una silla, un cuaderno o una computadora. ¿Qué pasó ese fin de semana? Algo así fue la escritura del primer borrador de Una fuga en casa; dos o tres jornadas a solas con esa nena tímidamente enojada, pero enojada al fin. Lo escribí, lo dejé dormir. Dos años después estaba curioseando entre las carpetas de mi computadora, abrí el archivo de título provisorio y anodino (que solo repetía la pregunta inicial) y no reconocí la escritura; me pregunté: ¿de quién es esto? A mitad de “cuento” recordé; no me reconocí, pero recordé. La bicicleta, la rosa china, la vía muerta. Los objetos me eran familiares, por lo tanto debía ser mío eso. Pero esa pertenencia no garantizaba identidad. Era yo, y no era yo, quien había escrito esas palabras, y quien empezaba ahora a reescribirlas. Esa ajenidad con algo tan cercano fue quizá lo más estimulante, esa historia era mía y no lo era, la escritura la había vuelto extranjera. Para Aristóteles la ficción (así, ramplonamente) se ocupa de los acontecimientos que pudieron haber ocurrido, no de aquello que efectivamente ocurrió. Lo que ocurrió, agrego tímidamente, o no lo sabremos nunca o carece de interés. La imaginación se agiganta con la especulación y el material sensible: un objeto familiar en una escena extraña. La ficción rellena los huecos de la experiencia y las palabras nos acercan a cierto misterio que nunca podremos nombrar del todo pero que reverbera brillante como el sol en una superficie de agua, ese misterio que punza cada tanto en el plexo solar y nos empuja.


Una fuga en casa

 

Por Pía Bouzas

Primero están los gritos de mamá y de Ernesto entrechocándose en la discusión como si fueran palos de madera. Después un portazo. Los gritos son comunes; el portazo en cambio retumba justo debajo de nuestro dormitorio, en la cocina. Raro. 

Y de inmediato, las puertas del garaje golpeadas con fuerza contra la pared, contra la rosa china del jardín de adelante. El encendido del auto. Lo escucho todo desde el dormitorio nuestro, arriba; le digo a Paula que venga. No me hace caso. El caño de escape revienta como si tuviera algo atragantado, el acelerador a fondo, las gomas que rechinan; el auto agarra la calle a toda velocidad.  Me asomo por la ventana. El sol me da de frente. Veo el Fiat cuando dobla en la esquina y toma la avenida hacia Buenos Aires, no veo quién maneja. 

La casa ahora se queda en silencio, un silencio cargado como después de la explosión de una bomba. Paula sigue en su mundo bañando Barbies y Teo juega con un tren en el medio de la pieza, una locomotora que de repente se zafa y da vueltas lanzando chiflidos agudos. Le ordeno que la apague, y mi voz debe tener algún tono especial porque ahora me obedece de inmediato. Los dos se me quedan mirando. No hacemos nada. Nos volvemos invisibles. El cachetazo del mosquitero contra el marco de la puerta de la cocina nos despabila. Me asomo al balcón que da al jardín. Ernesto habla con el vecino, del otro lado de la medianera. Entonces, saco la conclusión, la que se fue es mamá.

Bajo las escaleras de dos en dos. Paso por la cocina directo al garaje: hay olor a nafta, manchas de aceite en el piso y el pis de la perra que duerme todas las noches ahí. El garaje está vacío, y aunque ya lo sabía, ahora parece definitivamente vacío. Las puertas que dan a la calle están abiertas de par en par, hacen vaivén, las piedras que usamos todos los días para trabarlas están al lado de la rosa china. Salgo hasta la vereda. El sol me da otra vez en el centro de los ojos. Me cubro con las manos. Es sábado, hay pocos autos en la avenida y el silbido del tren hacia Tigre retumba con fuerza. La vereda está fría, las piedritas sueltas me raspan entre los dedos del pie; estoy en pijama y descalza.

Ernesto sigue hablando con el vecino desde el jardín. Me acerco hasta la puerta mosquitero. Ahí me quedo. Cuando me ve me pregunta si quiero desayunar. Le digo que no, aunque tengo hambre. En la mesa hay tres individuales, dos tazas y unas rodajas de pan lactal dentro de la tostadora. En una taza el té quedó servido con el saquito dentro, está muy oscuro, negro casi. En la otra, solo un resto muy clarito. Meto el dedo. Tibio. Hay un vaso de vidrio volcado sobre el mantel, pero no está roto, solo volcado. Lo huelo. Olor a soda. Mamá nunca toma agua, soda sí. Agarro una rodaja de pan lactal, le pongo kétchup y me voy para arriba. Como el pan mirando por el balcón, hacia la avenida que lleva a Buenos Aires. 

Más tarde Ernesto nos llama para almorzar. No sé cuánto tiempo pasó entre una cosa y otra. Nadie hizo las camas ni arregló los cuartos. Los pijamas quedaron en el piso mezclados con la ropa sucia de ayer. Laila, la perra, sube y baja como pancho por su casa. No entiendo la frase pero mamá la dice cada vez que la perra se mete, y entonces ya sabemos que tenemos que sacarla. Ernesto vuelve a llamar,  Paula y Teo bajan. Yo había decidido quedarme arriba hasta que alguien explicara algo pero cambio de idea. Me siento en la cocina y me quedo en silencio. Ernesto nos sirve milanesas con puré. Como rápido. Todos comemos rápido. Hasta Paula, que siempre tarda un montón. A Teo se le cae un poco de puré al piso pero Ernesto no le dice nada. Hay fruta, ¿quieren? Y esta vez yo le contesto con otra pregunta: 

–¿Dónde está mamá?

Paula y Teo también lo miran.

–Tu mamá salió.

–¿A dónde?

–Tenía cosas que hacer. 

–¿Cuándo vuelve?

–En un rato –dice y empieza a levantar los platos de la mesa.    

Todavía no terminamos pero ya nadie se queda sentado. Nos dice que vayamos afuera; podemos ponernos los patines y  llamar a los primos. Llamar a los primos es una buena idea. 

Ernesto habla por teléfono. Primero con su hermana, Fanny, a ver si podemos pasar la tarde en su casa, con los primos. Después con su madre,  Cristina, a ver si puede darle una mano con los chicos, o sea nosotros. Después con alguien más, pero no sé con quién, porque habla desde el escritorio, con la puerta cerrada. En general las charlas son breves, con frases dichas por la mitad, como si no quisiera que entendiéramos o la otra persona las completara. Más que preocupado, me parece, no sabe muy bien qué hacer. Mientras tanto los tres comemos la fruta sentados en el sofá, uno al lado del otro, como si no fuera nuestra casa, como si estuviéramos de visita. Prolijos. Educaditos. La última charla es larga y Ernesto sale del escritorio más decidido, o envalentonado, aunque los planes con la tía Fanny o la abuela inicialmente hayan fracasado. 

Dice que vamos a ir todos al Bajo, a la vía muerta. Lo dice con el mismo tono de siempre, como afirmando que lo vamos a pasar bien. Podemos llegar hasta el río, agrega. Llevo mi bicicleta, Paula los patines, Teo el monopatín. Cuando bajamos por la pendiente esta vez controlo el manubrio y la velocidad, y evito chocar contra el pino que está puesto como a propósito en el centro, justo en el lugar donde hay que doblar a la izquierda para agarrar la calle del Bajo. Es la primera vez que lo consigo y estoy a punto de comentárselo a Ernesto; es más, ya frené y giré sobre el asiento, pero cambio de idea. ¿Dónde estará mamá? No creo lo que dijo. Mamá nunca se va sin despedirse de sus hijos, así dice ella. 

Caminamos un buen rato. Este paseo que hacemos con mucha frecuencia y que siempre nos entusiasma, esta vez no tiene nada de interesante. No repetimos los comentarios de siempre, las mansiones a nuestra izquierda hoy no impactan a nadie. Ni el muro de ladrillo que parece no terminar nunca, ni la capilla abandonada, ni las enredaderas trepando por las paredes como si fueran casas de fantasmas. Vamos por el medio de la calle. A la derecha se levanta una pequeña lomada por donde corre la vía muerta. Usualmente me gusta ir pisando los durmientes agujereados, o haciendo equilibrio sobre las vías, están oxidadas pero se las puede distinguircon facilidad entre los yuyales. Cuando estoy ahí arriba por un momento siempre me olvido de todo, no hay ruidos de autos ni de gente, no se sabe qué hora es ni qué puede pasar. Entre la vía y el río está la selva, algo que llamamos selva pero que en realidad es un matorral tupido de pastos secos, cañas altas y penachos blancos.  Puede haber culebras o arañas o algún hombre ahí metido, eso nos dice mamá, por eso nunca vamos solos. Del otro lado del cañaveral está el barrio chino y más allá el río, aunque siempre tarda en aparecer.  

Pero hoy vamos por la calle, así que directamente no vemos nada. Ni tenemos miedo de nada. Yo me adelanto al grupo en la bici y después los espero. Paula patina, se cae, se vuelve a levantar. Cuando se cansa camina por el pasto. Se rasca todo el tiempo la cabeza. O se agarró piojos o está nerviosa, muchas veces lo hace. Como cuando se saca insuficiente en Francés. Rascarse o morderse el labio. Mamá siempre se da cuenta porque llega de la escuela con los labios lastimados, a veces hasta le sale sangre. Ernesto hace upa a Teo cada tanto, que se aburre de darle al monopatín mucho tiempo. 

Finalmente llegamos a la bajada que da al río. Por esa todavía no me animo con la bici, es muy marcada la pendiente. Es donde empieza el barrio chino, pero no hay chinos ahí, solo casas construidas sobre pilotes, casas de pobres, con las paredes sucias, las puertas abiertas, muebles amontonados en las piezas y algún perro que entra y sale. También hay gallinas. A Teo le gusta correrlas. Pero hoy no. Vamos en silencio mirando el río, como si nos hubieran hipnotizado. Está bajo hoy, hay una zona extensa de arena y barro entre nosotros y la orilla, que no es playa, que no tiene nombre. En el horizonte el río se junta con el cielo, una misma línea marrón y celeste clarito. No es lindo el río ni ese cielo deslucido. Arrastro la bici y Paula los patines. Caminamos entre piedras, hierros oxidados, bolsas de plástico, no nos metemos en el barro. Llegamos hasta la desembocadura del caño maestro. Es alto y ancho. Hay mal olor. Usualmente nos reímos, buscamos soretes en el agua, preguntamos si es verdad que sale de los baños, la espumita ¿es pis?, pregunta Teo siempre. En la desembocadura del caño el eco es profundo. Ahí aprendimos todo sobre el eco. Las vocales abiertas suenan más fuerte porque las ondas vibratorias tienen más potencia cuando golpean contra las paredes. Pero si cierro los ojos para mí es como si alguien escondido en el fondo de los fondos contestara en movimiento, desde lejos, o se estuviera yendo. Primero va Paula:

–HOOLAA -grita y espera con la cara hacia el túnel.

Llega ooaa…ooaa….o…a

Teo se acerca, se moja la zapatilla.

–PIS –dice y mira hacia la oscuridad.

Lo que vuelve es mínimo: i…i

–No sirve, Teo, ya te dijimos, palabras grandes, y además fuerteg ritá

–CAAMAAAAA

Y el caño entonces la trae como un fantasma.

Teo se larga a llorar. Ernesto propone ir del otro lado y tirar piedras, hacer patito en la superficie del río. En la orilla hay dos hombres pescando, con  dos chicos más o menos de mi edad. Miramos en el interior del balde naranja. Sacaron algunos peces. Me preguntan si sé pescar. Les digo que no. Me explican, me muestran el anzuelo, me dicen cómo engarzar una lombriz. La lata está llena de lombrices movedizas que se aplastan unas sobre otras como una masa de espaguetis aceitosos. No me animo a tocarlas. Ellos entonces se burlan de mí. Ja. Las chicas siempre se pierden lo mejor, dicen. 

Cuando se hace de noche llegan los refuerzos. La tía Fanny llama por teléfono, quiere saber qué pasó. Nos invita a comer en su casa. Prepara pizzas, jugamos con los primos arriba. En total somos siete y hacemos mucho quilombo en el altillo. Primero al cuarto oscuro, después al estanciero. Esta vez no nos dicen nada. Los grandes están abajo, alrededor de la mesa del living. Ernesto, la tía Fanny, el tío Claudio y la abuela Cristina. Hablan en voz baja, pero no cuentan historias ni escuchan tango. Después, mucho más tarde, Teo se queda dormido en el sofá y Paula a upa de Ernesto. Volvemos a casa. Paula no se despierta ni siquiera cuando la suben al auto, Teo lloriquea un poco. Se apoya sobre mis piernas mientras dura el viaje. Ya en el cuarto, me meto en la cama y me tapo hasta las orejas. Nadie me dice que me lave los dientes, así que no me los lavo. Pasan muchos autos por la avenida, bocinazos, gritos, la música muy fuerte, se hablan de un auto al otro, se ríen. Como todos los sábados a la noche. Pero esta vez toda esa gente que se va de fiesta me pone un poco triste. En algún momento me duermo, no sé cuándo, me parece que pasan muchas horas entre una cosa y otra. 

A la mañana siguiente no quiero salir de la cama. No hasta que alguien venga a decirme que mamá volvió. Hay olor a pis en el cuarto, seguro que Teo mojó todo el colchón. Paula no para de llorar. Pero el llanto se escucha a lo lejos, abajo, debe estar en la cocina o en el jardín. Mamá no volvió. Llamó por teléfono. De eso me entero cuando bajo a desayunar, cerca del mediodía.

–¿En la playa?

–Sí. Está en San Bernardo. Una vez fueron ustedes. Para las vacaciones de invierno.

Me acuerdo, por supuesto.

–Se quedaron en lo de Fanny, el departamento cerca de la playa  ¿te acordás ahora?

–Sí.

Hacía mucho frío y el mar estaba picado, así explicaba mamá el color amarronado del agua, las olas revueltas. Es horrible San Bernardo. Lo único bueno era la pizzería. Mientras esperábamos el pedido compartíamos una porción de fugazzeta en la barra.  Nos daban la porción con unos triangulitos de servilletas que no servían para nada, que se manchaban de grasa al instante, pero igual las usábamos. Mordíamos y el queso se estiraba y nos quemaba los dientes,  teníamos que hacer una O grande con la boca y soplar el aliento para enfriar el bocado. Nos reíamos y nos apurábamos. No sé por qué nos apurábamos. Como era yo quien la acompañaba siempre, la fugazzeta era un secreto nuestro. 

–No está muy lejos de acá, a unas horas nomás.

En la mesa quedan restos: restos de facturas, de tostadas con manteca, de Nesquik, de café. Nadie tomó té. Voy hasta la heladera y agarro una botella de Coca Cola. Vuelvo a la mesa, agarro una taza, me animo.

– ¿Y qué está haciendo allá mamá?

–Estaba muy nerviosa. 

Mientras habla, Ernesto junta los platos sucios del desayuno en la pileta. No me mira cuando habla, mira hacia el jardín. 

–Necesitaba estar sola, pensar.

-¿Sola?

–Como cuando vos querés faltar a la escuela.

La comparación me parece una estupidez pero no digo nada. 

–A veces las personas grandes necesitan salir de las obligaciones. ¿Entendés?

Mojo la medialuna en la taza con Coca Cola y muerdo un pedazo.

–¿Y cuándo vuelve?

–Pronto.

–¿Hoy?

Yo creo que sí.

Me dan ganas de gritarle ¿vuelve hoy o no?,  pero no digo nada, por supuesto. Ni siquiera lo miro. Me tomo toda la Coca Cola de un sorbo y me levanto de la mesa. Mientras voy subiendo la escalera escucho: 

–Tu papá va a venir a buscarte en un rato. 

Espero a mi papá sentada en los escalones de la puerta de entrada. No hace nada de frío. El naranjero está lleno de azahares. El olor es inconfundible, pero hoy me da bronca; me gustaría arrancarle una por una todas las florcitas blancas que tiene bien mariconas, si no estuviera invadido por hormigas negras que suben por el tronco como soldados de guerra. Un naranjero que da flores dulces y naranjas amargas, una mierda de naranjero. Ni siquiera nos dejan tirarlas a la avenida para que los autos las aplasten. La última vez que lo hicimos con los primos vinieron a quejarse y nos retaron a todos. Tengo puesto unos jeans viejos y una remera rosa, la misma que usé ayer. Las medias están limpias, no sé, las zapatillas tienen un poco de barro. No me va a decir nada mi papá de la ropa, yo siempre salgo con él los sábados, nunca un domingo. Paula y Teo seguro irán a lo de la abuela Cristina, o a los bosques de Palermo con Ernesto. A veces salen ellos tres solos y yo me quedo con mamá. Ahora está sonando el teléfono en el escritorio, justo al lado de la puerta de calle. Me acerco a la ventana por si es ella. Atiende Ernesto. No es mamá. No entiendo bien lo que dice pero él habla tranquilo, un buen rato, hasta se ríe en algún momento. Con mamá habla cortito, instrumental. Cosas de organización. Quién lleva, quién trae. A qué hora. Qué se compra. Esas cosas. Cuando sale del escritorio les dice algo a Paula y a Teo, van a ir al Planetario. A Teo no lo van a dejar pasar, pienso.  Hay que tener seis años por lo menos, lo puedo asegurar. Cuando era chica a mí no me dejaron entrar y arruiné la salida, justo el único día que nos habían dado permiso a todos los primos para andar por el parque sin ningún mayor. Solo porque contesté la verdad cuando me preguntaron cuántos años tenía. Cinco, dije. Casi seis, el mes que viene cumple seis, corrigieron mis primos. Pero no fue a propósito, me salió así cuando me preguntó el tipo de la entrada, yo siempre decía la verdad. Ese era el problema. Me habían repetido por el camino vos decí seis, decí seis, y yo justo en el momento crucial, vengo a fallar. Después de eso aprendí que en el mundo de los adultos hay reglas muy extrañas, y que ellos saben obedecer y mentir al mismo tiempo. 

Cuando mi papá llega, saluda a Ernesto desde la vereda, sin acercarse a la puerta, un gesto con la cabeza, las manos en el bolsillo. Un buen día seco, cortado. Voy hasta donde está él, me despido de Ernesto también desde ahí. En otras ocasiones le doy un beso en la mejilla. Cuando viene mi papá, no. Cruzamos la avenida de la mano, tomamos el 29, hacemos un largo camino hasta Barracas. 

Es uno de los días más largos de mi vida. Eso pienso mientras miro la ciudad desde el anteúltimo asiento del colectivo. Siempre que puedo elijo ese asiento, quedo más alta con los pies apoyados en el escalón, justo encima de la rueda. Me gusta, me da la perspectiva del mundo de una persona grande. Pero hoy no me interesa. Apoyo mi cabeza en el vidrio de la ventanilla. Mi papá habla poco, pero me dice que no me apoye, que me puedo lastimar cuando frene el colectivo o si agarra un bache, que está sucio además. Cuando me pregunta qué pasó, yo también hablo poco. Levanto los hombros. Prefiero imaginar que cuando vuelva a casa mamá me va a abrir la puerta, que la voy a abrazar rodeándola por la cintura, que por un instante todo va a ser como antes, que me va a decir te extrañé, y yo, sabía que ibas a volver, que Paula y Teo van a dar vueltas por ahí tirándole de la pollera o de los pantalones; que todo va a estar bien me va a decir, y yo, sí, mamá, sí, todo va estar bien. Incluso Ernesto sonríe ampliamente aunque mira la escena desde la puerta de la cocina, porque todos ya somos un poco más grandes y sabemos mentir muy bien.