Siempre que entro en mi habitación veo de frente la foto de nosotras cuatro, todas sentadas a la misma edad y en un mismo sillón. Cuatro generaciones en blanco y negro, una al lado de la otra, con las miradas apretadas al flash. Lina, mi bisabuela, Beatriz, Mora, mi mamá y yo, nacimiento tras nacimiento. Casi como un mantra, miro esa foto cada vez que enciendo la luz y pienso que el tiempo se pone como el sol en el espacio fractal de lo que no se controla ni se ordena.

Lina vivía en la casa de abajo. A la mañana me despertaba el olor de su desayuno: té con limón y tostadas. La espiaba por la ventana, la saludaba, le tiraba cartas que siempre me contestaba con flores al bajar (ella decía que trabajaba de regaladora de flores).

Cerquita del mediodía le dábamos de comer a los gorriones, pan mojado en leche con un poquito de azúcar -ese era nuestro secreto-, venían de a montones. Dejábamos las migas en el patio, cerca de la sombra de los helechos y corríamos hasta la cocina para mirarlos. Primero venían uno o dos, no comían enseguida, merodeaban, y después con la rapidez de las moscas se prendían al pan y bajaban los demás, saltábamos para festejar, y es que nunca sabíamos completamente si la receta iba a funcionar.

Hacíamos ñoquis con las papas calientes, y la salsa con zanahorias y alitas de pollo (busco ese sabor en todos lados). Con los tomates frescos ya en la olla corría a buscar romero, "el amor huele a romero y la confianza nace con fuerza en las ramitas de más abajo", recitaba Lina. Todas las tardes, nos sentábamos al lado del ventanal de vidrios de colores que daba al patio, ella contaba las historias de su infancia mientras yo hacía sopa de galletitas en la taza de leche.

"Hija, no voy a poder dejarte herencia" (yo le pedía tener sus ojos conmigo para siempre).

Lina fue desde muy pequeña coleccionista de prendas de vestir, una mujer muy ordenada, metódica y prolija. --Todo cabe un ropero, decía con voz dulce, -ya lo vas a entender.

Cada cosa que había ahí me gustaba y siempre que llegaba hacía lo mismo -y en la repetición la magia-, paseaba de percha en percha por toda la ropa, me la probaba, separaba las bolsitas blancas con olor a naftalina, retiraba las cajas de zapatos para entrar, dividía el perchero al medio, corría y apretaba todo lo que podía la ropa para un lado y para otro, allí, en ese hueco mirando al espejo me quedaba. Pasaba horas, abría las puertas y las apoyaba una con otra para formar un triángulo, mi lugar preferido. Siempre me ponía el mismo vestido.

De todo ello no hay ni una foto.

Veo mis pies descalzos, los dedos clavados en el césped de su jardín apretando las semillas. Huele a madera húmeda. "Soy todo lo que fui", me digo.

"Todo nacimiento es un despertar que va del abrigo de otra carne al vestido de la propia piel", decía Lina, que para cada cumpleaños preparaba una bañera con agua tibia y perfume de jazmín para sentir su desnudez original. "Ahora sí", y separada de esa primera calidez se ponía su mejor vestido.

Dicen que Lina y yo éramos parecidas, iguales, en el carácter, en los gustos, en la forma de ser. Nacimos el mismo día pero una 65 años después -o antes- que la otra. Las dos un martes otoñal. Festejábamos juntas, una sola torta dividida en dos, de un lado rosa, del otro blanco, guirnaldas, flores y té frío. Ella con su vestido verde, este mismo que tengo ahora mientras me acomodo para soplar las velitas.

El ritual de un encuentro inacabado, en un equilibrio inquietante entre lo perdido y lo que vendrá, que se inaugura cada vez que enciendo la luz y veo nuestra foto.

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