En el mismo sitio que una noche soñé, volví a despertarme junto al marqués extraterrestre, con los ojos pintados como un faraón anunnaki, con corazón templario, que recorre las aguas de un río poblado de peces sin espina.

Lo que más me gusta de ellos es que son exactamente alienígenas, como al marqués. La misma alegría picante. La misma mirada de calamar que me toca con los brazos extendidos y me sostiene como un pañuelo recién bordado.

Fuimos al Uritorco. Empezamos queriendo un avistaje y terminamos sospechando una abducción. Tetas alienígenas, labios marcianos, flujos siderales, polvos de estrella.

Subimos la escalera de la prosperidad y de la buena ley enamorada. Estaba pintada de un color rojo milagro. Los mandalas dorados hacían cosmografías danzantes a nuestro paso.

Miles de ufos microscópicos formaban vegetales constelaciones que no se diferenciaban de las enormes bolas celestes de los agapantos. Intercambiamos teléfonos con algunos tripulantes y después volvimos con en el plato volador hasta nuestra casa. Nos llevamos un alienígeno crudo, sin espinas, sin pelos, y lo hervimos toda la noche, con los ojos abiertos, con los ojos cerrados.

Al día siguiente, el hurón extraterrestre de la vecina nos despertó husmeando por la ventana. Sacamos las tostadas intergalácticas de la bolsita de celofán y el marqués hizo ese café microscópico al que le llama espresso. Lo bebimos en sorbos pequeñísimos.

El alienígeno sin espinas seguía hirviéndose en sus jugos, casi entero, casi vivo. Un alienígeno es rico en cualquier tamaño, dijo el marqués. Y empezamos a picar la provenzal para el almuerzo.

Ya no distinguíamos el olor del ajo, del olor a pulpo, del olor a marciano, del olor a sexo. Decidimos dejarlo a medio cocinar para que tome más sabor. El hurón extraterrestre nos miraba. El zodíaco completo se acomodaba sobre nosotros. Conspiremos, conspiremos, decían Venus, Júpiter y Mercurio. Urano estaba de para bienes poniendo todo patas arriba. Primero él, después yo, después el hurón patas arriba. Guerra, guerra, gritaba Marte, y Orión nos encandilaba con su ojo cinegético.

Las palabras y la risa se nos atragantaban en la boca del Uritorco.

Dejamos hirviéndose despacito al alienígeno sin espinas y nos fuimos al bar. Estaba lleno de marcianos, de abducidos, de astronautas, de viajeros en el tiempo.

El hurón extraterrestre nos siguió, o lo llevamos escondido, o nunca existió.

En la mesa de al lado Elon Musk le contaba a una marcianita de dedos largos que pronto llegaría a su planeta el primer automóvil terrestre, un Tesla Roadster color rojo, con una biblioteca cósmica en un minúsculo DVD, del tamaño de una moneda, capaz de durar millones de años, incluso en los extremos ambientes del espacio.

Puede haber cualquier cosa en el cielo, dijo el marqués,

un hurón extraterrestre, una biblioteca universal dentro de una minúscula moneda de cristal de cuarzo, un auto rojo, un pulpo alienígeno hirviéndose despacio, nosotros, dijo el marqués,

nosotros...

Volvimos a la nave espacial y, sentado a la mesa de comandos, el marqués hizo girar las perillas, tocó las pantallas táctiles, puso música de altas energías vibratorias y buscamos un híper de 24 horas para comprar veneno para ratas y buscapinas.

Si el hurón hubiera sido un gato habría atrapado a la pequeña laucha que entró por alguna rendija abierta de la casa. La habíamos dejado encerrada en la habitación de atrás, hasta decidir cómo deshacernos de ella.

El alienígena a la provenzal estuvo rico, dijo el marqués, pero exageramos dije, yo. Y seguimos navegando, cielo arriba, en toda dirección buscando farmacia de turno para las buscapinas.

Un sueño no es igual a otro sueño y menos cuando se trata de un doble sueño, que va del cuerpo al alma, del alma al cuerpo, y pasa por los vasos sanguíneos de un cuerpo a otro, telepáticamente de un corazón a otro, dijo el marqués, mientras divisábamos el Tesla Roadster desviarse de su camino y orbitar libremente, a sus anchas, por el espacio.

Resulta imprescindible hacer más prominente el sueño, dije, para que desgarre los cielos viejos y se abran por fin, para todos, los cielos nuevos.

 

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