El palco y la calle del 21F fueron un verdadero canto a la diversidad. Junto con el rechazo al regreso decadente del neoliberalismo, esta fue la principal característica de la impresionante manifestación popular. Los cientos de miles que ganaron las calles expresaron la continuidad del cambio de clima social iniciado en diciembre, cuando una parte de la sociedad percibió de golpe la verdadera naturaleza derechista, antipopular y represiva, del macrismo.

Conviene, sin embargo, ser precavidos. Tan temprano como en abril de 2016 se registró una marcha de características similares a la de esta semana, con parecida asistencia y similares broncas y cierre discursivo. La novedad fuerte fue la nueva línea infranqueable contra “los gorilas”. Luego, hasta las elecciones de octubre de 2017 se sucedieron plazas llenas y manifestaciones igualmente multitudinarias. La Alianza Cambiemos, en cambio, siempre fue escuálida en el espacio público, nunca ganó en la calle, pero llenó las urnas. Fue acompañada por una minoría importante, ese tercio boyante del electorado que resultó clave para el cambio de gobierno y que, en buena medida, le renovó su confianza hace apenas cuatro meses. No es una minoría silenciosa, pero se manifiesta por otros medios. Puede presumirse que en el palco del 21F haya visto también una manifestación del pasado, como bien supo azuzar el oficialismo. Algunas caras, vale reconocerlo, no aportaron a la esperanza en el futuro. Allí estuvieron muchos de los representantes del boicot activo al gobierno popular cuando atravesaba sus primeros tropiezos, camino que terminó con la derecha en el gobierno. En un nuevo clima de época en el que se busca la unidad opositora semejante afirmación puede parecer una impostura purista, casi sectaria, pero no debe olvidarse que de lo que se trata es de volver a enamorar a la sociedad y de presentarle una propuesta de futuro. No se sale de “la derrota transitoria” sin alguna depuración. Especialmente cuando el futuro demandará una cohesión política fuerte. El gobierno popular de la tercera década del siglo, a diferencia del actual oficialismo, deberá hacer frente a una pesadísima herencia económica de alto endeudamiento y desarticulación productiva y social. No serán tiempos de medias tintas, ni de gobernar con el enemigo adentro. Podrá pensarse que cuando el objetivo principal es construir el regreso al poder son tiempos de taparse las narices, pero la historia es rica en contra demostraciones sobre lo peligrosas que pueden resultar las alianzas Frankenstein.

Sin embargo, el palco del 21F fue también el palco de la diversidad. Junto a las viejas caras estuvieron también los mejores representantes de la dirigencia sindical, desde la CTA a la Corriente Federal. La calle, en tanto, fue el espejo de la actual dispersión del mundo del trabajo y de la resistencia política al ajuste. Desde el heterogéneo universo de los movimientos sociales, caracterizados por su lábil lealtad política, con vínculos difusos con el aparato de Estado y semi-conducidos desde Roma, hasta las columnas organizadas de trabajadores formales de la CGT y la CTA. También se notó la presencia de fuerzas políticas orgánicas, como La Cámpora y otras organizaciones cercanas al kirchnerismo, y muchos sueltos que no se dejaron amedrentar por la violencia estatal desatada en las movilizaciones anteriores. Una verdadera radiografía de la resistencia al macrismo y la base social de los futuros gobierno populares. Otra vez, una heterogeneidad que la dirigencia política deberá ser capaz de encolumnar tras un proyecto común. La conclusión provisoria, entonces, es que diciembre y febrero ocuparán en la historia el comienzo de la reconstrucción popular, pero todavía no está clara ni la conducción ni el programa. Sólo que se expresó una nueva fuerza.

Mientras tanto, los tiempos del oficialismo son cada vez más acotados. Luego de dos años de demonización del gobierno precedente, llegó el momento inevitable de ofrecer también resultados propios. Pero la economía no tiene nada para ofrecer. Al contrario, los déficits, interno y externo, fiscal y de balance pagos, vuelan. Se agudiza la dependencia con el endeudamiento externo y variables como la inflación se encuentran fuera de control. Tras el fracaso evidente del monetarismo duro, el tic nervioso gubernamental apunta nuevamente contra los salarios, lo que profundizará la emergente conflictividad social y abortará la leve recuperación electoral de 2017. Para los trabajadores, el balance de los dos primeros años del macrismo resultó sombrío. Según reseña un reciente informe de CIFRA-CTA, la recuperación del PIB del año electoral no tuvo su contrapartida en el mundo del trabajo. El aumento de la desocupación en 2016 se mantuvo prácticamente sin variaciones en 2017 y cerró el año por encima del 8,3 por ciento, el equivalente a 1,8 millones de trabajadores. Lo mismo ocurrió con el nivel de salarios, que no recuperaron los niveles previos a su caída. En noviembre de 2017 el poder adquisitivo de los trabajadores registrados era 4 por ciento menor al mismo mes de 2015. Al mismo tiempo se produjo un deterioro de la calidad del empleo, con un aumento de la subocupación hasta el 10,6 por ciento, otros 2,1 millones de trabajadores, destrucción de trabajos formales y un “auge” del cuentapropismo, expresado en el aumento del “monotributismo” (autónomos y monotributo social) hasta el 19,3 por ciento del total de trabajadores registrados. Este panorama fue el que estuvo presente en las calles el 21F y sintetiza la citada heterogeneidad.

En este nuevo escenario económico, que los más confiados en las promesas gubernamentales no esperaban, resulta lógico que el oficialismo se muestre desesperado por generar temas en la agenda pública que excluyan la economía. Como la demonización del kirchnerismo y la persecución judicial a los opositores comienza a mostrar rendimientos decrecientes, se ensayan nuevos temas, como la inseguridad o la legalización del aborto, bienvenida para quien escribe, pero polarizante en la sociedad. La tarea será ardua. Generalmente las sociedades relegan de la agenda los temas económicos cuando la economía funciona. Cuando no, en cambio, la economía se cuela por todos lados.