“En 1967, fui a verlo a Borges, con una idea de ciudad sitiada que se llamaría Aquilea y que sería víctima de una invasión. Esa ciudad tendría sus hombres (pocos) para defenderla, tendría su luz –negros y blancos y los grises más densos del mundo–, sus calles hechas de otras calles, su río turbio e infinito, sus plazas abismales, sus ilimitados atardeceres, su orbe de ruidos –pasos y portales y pájaros y estallidos que la amenazarían como enemigos–, tendría sus tangos y milongas bravías y su Grupo del Sur, que más allá del final saldría a resistir.” Así contaba el propio Hugo Santiago –fallecido ayer en París, a los 78 años– la génesis de Invasión, una película mítica, en más de un sentido. 

Film esencial –como pocos, quizá como ninguno– en la historia del cine argentino, escrito por Santiago en colaboración con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Invasión narra la defensa heroica de Aquilea, una ciudad (en palabras de Edgardo Cozarinsky) “cuya topografía visible es la de un Buenos Aires con vastas omisiones y cuyos restos aparecen agrupados en un orden y una vecindad imprevistos”. Aunque su obra fue desde entonces mucho más allá de ese primer largometraje, el primero y el único que filmó en Argentina durante más de cuarenta años, Invasión se convertiría con el tiempo no sólo en la clave de todo su cine sino también en un objeto de culto, un sol negro que llegó a oscurecer el resto de su filmografía, de un rigor y una riqueza fuera de lo común. 

Nacido en Buenos Aires el 12 de diciembre de 1939, Hugo Santiago Muchnik (tal su nombre y apellido completos) cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde conoció como docente a Jorge Luis Borges. En 1959, fue becado por el Fondo Nacional de las Artes y viajó a París, donde fue por siete años asistente y discípulo de Robert Bresson (“Siempre fue y será mi maestro”, señaló más de una vez Santiago). A su regreso, dirigió dos cortometrajes –Los contrabandistas (1967), con Federico Luppi; Los taitas (1968), con Lito Cruz– que sentaron las bases estéticas de lo que luego sería su primer, seminal largometraje, para el que contó con la colaboración expresa de dos de los mayores escritores argentinos.

“Invasión es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Lucharán hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita.” La sinopsis está firmada por el propio Borges y es tan perfecta que resulta imposible agregar más nada. El resto es todo obra de la puesta en escena de Santiago, que hizo del film –protagonizado por Lautaro Murúa y, en un hallazgo genial de casting, el compositor Juan Carlos Paz– una creación propia, que parte del universo borgeano a la vez que lo trasciende. 

Estrenada en la función de apertura de la primera edición de la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes –nacida en el año post mayo del 68 para dar lugar al cine más innovador y radical del momento– Invasión fue luego premiada en numerosos festivales (Locarno, Mannheim, entre otros) y se ganó no solamente la admiración de la crítica internacional (“El tema de este film es el tiempo, cuando no la Historia misma”, escribió entonces el sociólogo Alain Touraine) sino también de sus dos exigentes coautores. 

“Se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva”, celebró Borges. “No se trata de una ficción científica a la manera de Wells o Bradbury. Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo: y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan –como suele ocurrir en las obras de Henry James o Kafka– de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad que esta sitiada por enemigos poderosos y defendida –no se sabe por qué– por un grupo de civiles.” 

Que en ese momento Argentina estuviera ocupada por la dictadura militar de Juan Carlos Onganía le otorga a Invasión un espíritu de época y un carácter alegórico-político que sin embargo la película no busca deliberadamente. Aunque también fue premonitoria de otra dictadura latinoamericana: la chilena, donde el general Augusto Pinochet hizo de su estadio nacional un campo de concentración no muy diferente al que cuatro años antes había imaginado Santiago cuando filmó la cancha de Boca como la prisión de sus resistentes. “La interpretación puede ser irresistible, pero es ciertamente innecesaria para apreciar un film cuya elaboración minuciosa atraviesa todos los niveles, planteando oposiciones siempre diferentes”, advirtió entonces Edgardo Cozarinsky desde las páginas de la revista Primera Plana. 

La colaboración con Borges y Bioy continúa. Entre 1969 y 1971 escribe con ellos Los otros, que filmará recién en 1973 en París, con actores franceses, y estrenará en competencia en el Festival de Cannes del año siguiente, en medio de una feroz controversia que tiene al grueso de la crítica francesa entre sus detractores y a la intelligentsia parisina (Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet, Severo Sarduy) entre sus fervientes defensores. ¿La trama? Un librero desvelado por el suicidio de su hijo investiga las causas de su muerte y, en esa búsqueda, es arrastrado por un torrente de transformaciones al cabo de las cuales ya no sabe quién es. “Cuando dieron Los otros en Cannes, hubo un escándalo y, en medio del desorden, mi amigo Glauber Rocha me dijo al oído: no pueden entender este film, no saben que es un melodrama argentino”, recordaría luego Santiago. Los cineastas también estuvieron de su lado: “Una mirada otra sobre París que nos abre los ojos”, expresó Jacques Rivette. “La búsqueda de un lenguaje puramente cinematográfico”, salió a poner el pecho el maestro de Santiago, Robert Bresson.

Sin apartarse de esa línea, capaz de hacer confluir lo clásico y lo moderno, Santiago reaparece en 1979 con Ecoute voir… , un film noir realizado como un film fantástico, con Catherine Deneuve como protagonista y que en la Argentina se estrenó, con cortes de la censura de la época, como Los juegos del poder. El título local evocaba al enfrentamiento de una suerte de Philip Marlowe femenino –con Deneuve enfundada en el clásico impermeable del detective privado– contra una secta tecno-fascista que quiere convertir en autómatas a sus seguidores. Para el ensayista David Oubiña, “el cine de Santiago es siempre político, por eso la pregunta del final está dirigida también a la Argentina de la dictadura: ‘¿Quién impedirá que los conspiradores, sólidamente establecidos en este país y en otros, vuelvan a poner manos a la obra en un futuro próximo?’…”

Siempre en Francia, Santiago empezó a trabajar junto al escritor santafecino Juan José Saer en el guión de Las veredas de Saturno, segunda parte de la saga de Aquilea iniciada con Invasión. Recordaba el director: “Diecisiete años después de Invasión, exiliado en París como Saer, tuvimos ganas (y necesidad) de hablar de nosotros lejos de Aquilea: imaginar que los antiguos invasores ya habían caído, que nuevas tempestades se habían precipitado sobre el país (Aquilea ciudad era ya la capital de la República de Aquilea), que cantidad de nuevos exiliados aparecían en Francia –unos militantes, otros combatientes, otros víctimas–, y se encontraban con la banda de amigos de un músico de genio: la represión en Aquilea se contagiaba a esos territorios remotos, nadie le escapaba a la peste. La violencia venía a buscarnos, invadiendo la música y las nostalgias y los grises de mis veredas de Saturno –una y otra ciudad, imaginarias, de dolores y muertes compartidas–, encontrándose en el seno de aquellos aquileanos de París”.

En Las veredas de Saturno, estrenada en el Festival de San Sebastián de 1985, Aquilea es entonces el lejano objeto del deseo donde el protagonista, un bandoneonista en el exilio (interpretado por Rodolfo Mederos), persigue por las calles de París al fantasma de Eduardo Arolas, mientras decide regresar a su patria en el peor momento de una dictadura militar atroz. “De Invasión a Las veredas de Saturno –escribió Alan Pauls en el libro que el Bafici 2002 editó en coincidencia con una retrospectiva integral de la obra de Santiago– es un mundo que ha cambiado, pero sus rasgos esenciales permanecen más o menos intactos. Un mundo reconocible (París, la Buenos Aires que desaparece y asoma en Aquilea) pero despoblado, sospechosamente raleado, como esos escenarios de ciencia-ficción que, golpeados por un cataclismo o una peste, acaban de ser desalojados.” 

Las enormes dificultades de financiamiento y producción que supuso Las veredas de Saturno llevó a Hugo Santiago a apartarse del cine de ficción por más de quince años, durante los cuales trabajó regularmente para el Instituto Nacional del Audiovisual (INA) de Francia, en registros de óperas o piezas teatrales y retratos de escritores o cantantes, todos realizados con un sello que siempre era el suyo, al margen de que su objeto de estudio (para el realizador el cine era una herramienta del conocimiento) fuera el Galileo Galilei de Bertolt Brecht en versión de Antoine Vitez, la música de Iannis Xenakis, las canciones de María Bethania o los escritos de Maurice Blanchot. “Objetos audiovisuales”, los definía Santiago.

El regreso a la ficción fue con Le loup de la Côte Ouest (El lobo de la costa oeste), presentada en el Festival de Mar del Plata 2003. Como en El juego del poder, aquí reaparece el arquetipo del private-eye, envuelto en una trama que deja de ser policial para convertirse en un laberinto donde se ha perdido el hilo de Ariadna y el temido Minotauro es el propio investigador. Su último film, El cielo del centauro (2015), escrito junto a Mariano Llinás y que marcó el regreso de Santiago a Buenos Aires, fue una suerte de celebración -lamentablemente fallida- de una ciudad a la que nunca dejó de pertenecer y amar, a pesar de la distancia. “Considero que todos mis films, incluso aquellos que filmé en Francia y están hablados en francés, son films argentinos”, declaró en 1986. “Hay un lenguaje cinematográfico, una manera de abordar lo fantástico que son netamente argentinos. Mis films son los de un porteño fuera de Buenos Aires, y no podría ser de otra manera”.