No quedará nada de él. Como no habrá nada de nosotros cuando muramos. Quedará sólo lo que de él hay en nosotros, como, en algún momento, quedará sólo lo que de nosotros haya en los demás. Y lo que queda en nosotros de Luciano Benjamín Menéndez son sus crímenes, las ausencias que dejó, el dolor que provocó. Por eso la muerte de los represores no trae alegría, sino la evocación de sus víctimas, de todo lo que pudieron haber sido, sus sonrisas en fotos viejas. La muerte no repara, no nos devuelve a los muertos, ni tampoco sus restos, no nos trae información sobre las personas que fueron apropiadas, no nos aporta justicia, memoria o verdad. Al contrario. Menéndez se fue con sus secretos, guardando para sí los momentos finales de miles de personas que ya no lo atormentarán, si alguna vez lo hicieron, si algo de humanidad se colaba en sus entrañas. El fin de su existencia podrá traer cierta calma, la tranquilidad de saber que ya no respiramos su mismo aire, que ya no habla y no reivindica sus crímenes, que no camina, ni come, ni ríe. Algunos levantarán la copa porque él ya no es nada y en cambio nosotros seguimos aquí; y reímos, lloramos y nos emocionamos. Pero lo que ofrece cierta reparación no le compete a él, a que no quede nada de él, sino que tiene que ver con lo que hicimos nosotros: las catorce perpetuas conseguidas, los cantos en la calle pidiendo justicia, los abrazos después de las condenas, la emoción de hacer historia, de hacer que la historia se conozca, la satisfacción de la labor cumplida y la sensación de que entonces sí el futuro puede ser distinto.