La musiquita que se aparece por todas partes nació en el mismo lugar donde la leyenda cuenta que comenzó el destino presidencial de Mauricio Macri (que no sería en la cuna del empresariado contratista del Estado, sino en el catártico y tan argento universo del fútbol): la hinchada de San Lorenzo en lugar de increpar al árbitro ante un fallo injusto frente a Boca Juniors, entonó, ¡proeza estilística!, una frase de siete palabras. Uso magistral y popular de la metonimia. Dicho en criollo: la hinchada dio un tiro por elevación y colocó al Presidente en el centro de un episodio que no lo involucra de manera directa pero que lo reconoce en el origen. El nombre propio (MM) como marca registrada de una cadena de trapisondas y de males: la arbitrariedad del árbitro, el apagón en el medio del partido, la sospecha de que la barra brava del club xeneize sería la hinchada oficial en el Mundial de Rusia. De ahí, al ajuste, a la pobreza cero que no fue ni será, al endeudamiento sin inversiones y un largo etc. Macri lo sabe, y como se pudo ver en su propio discurso de esta semana ante el Congreso, la cortina de humo de la pesada herencia y la promesa de que si se equivocan rectifican al toque, ya no encubren la verdadera identidad (MM).

Los primeros analistas del fenómeno aseguraron que “la cosa” así como nació también moriría pronto en el ámbito catártico del fútbol. Y la primera reacción oficial fue apurar esa muerte. Para que no hubiera cantito en la cancha propusieron cerrar la cancha: “en la próxima si cantan, se suspende el partido”. Los analistas fallaron. A los pocos días, “la cosa” como respondiendo a una promesa bíblica –“donde dos o más se reúnan en mi nombre, allí estaré”– se hizo carne en recitales, esquinas varias, colas de bancos y por supuesto en la multiplicación de las redes. En tiempos líquidos no es un redentor quien le transmite confianza a los desesperados, sino un hit del verano. Mientras tanto el gobierno alega que la canción está “orquestada” y como si todo fuera una comparsa de juegos de palabras, efectivamente, la canción tiene orquesta, pianista, versiones en ritmo de tango y regaetton, aparece enunciada cual fórmula genial por Einstein y en un meme el mismísimo Perón la avala como “la mejor música para sus oídos”.  

No es la primera reacción popular. Macri había tenido ya su “Macri gato” críptico para muchos, gracioso y fierita y también sus dos cacerolazos que no admiten comparación ni en cantidad ni en potencia con los que recibió el gobierno de Cristina Kirchner. La propuesta cacerola, tan asociada al bolsillo herido de Barrio Norte, no termina de conformar a los mismos que recurren a ese método por falta de otro. Tampoco se acerca al grito de “Que se vayan todos” que marcó una crisis de representación y el surgimiento de la figura de los indignados en 2001. Paradójicamente, esta ciudadanía hinchada se expresa casi sin palabras. Incluso la gracia está en que el insulto se diluye en su acrónimo o en las notas musicales. Porque cuanto menos se diga, más se entiende. Un balbuceo, una travesura, que da cuenta de un sentimiento común: el estupor. El estupor generalmente paraliza, pero en este caso amenaza con suturar algunos puntos de la famosa grieta. Porque de pronto aparece una cantinela que sabemos todos y todas. La canta el que no quiere represión del estado a las comunidades mapuches ni a las marchas de las mujeres, las lesbianas y las trans. Pero también el quiere mano dura pero no está dispuesto a avalar una mano policial que asesina a un delincuente por la espalda; el que quiere ver a todos los funcionarios K presos pero no acuerda con la imagen de un ex presidente en patas víctima de un operativo mediático judicial. El que se ilusionó con las promesas de Cambiemos, quien apoya el ajuste pero no aguanta que esta semana el taxi se le vaya a las nubes…

Reacción sin palabras, una forma casi muda de comunicación. Un insulto cantado que a su vez no tiene la violencia desatada y sin gracia que tramitaba “la yegua” y aunque contenga el agravio más antiguo del mundo   –sí, sí, la maldita inercia patriarcal– es un insulto profanado, apropiado como contraseña del descontento.

La gran pregunta que se formulan propios y ajenos es si esta masa oscura que revolotea el cielo argentino es una golondrina que hará verano, una luz en el camino o “un populismo sin votos” como lo llama Marcos Peña.

Por el momento tiene la consistencia de una ráfaga, una bocanada de aire, como la que sale en la risa. Tiene la potencia de una carcajada. Algunos dicen que la palabra ráfaga proviene de una onomatopeya, “raff”, que intenta expresar lo que es la violencia que puede tener el viento en un momento determinado. Pasa y se va. Pero también es cierto que la aparición de una ráfaga puede hacer que el aire golpee con mucha fuerza una estructura.