Desde Barcelona

UNO El próximo 8 de marzo se cumplen 1603 años de que una turba apedrease hasta la muerte a la filósofa y maestra neoplatónica y mujer incómoda para las autoridades Hipatia de Alejandría. Se cumplen también 114 años de que las mujeres alemanas elevaran al Reichstag su solicitud para poder acceder a la universidad. Y 110 años de que las trabajadoras de los talleres textiles Cotton de New York se declarasen en huelga para exigir mejores condiciones de trabajo: fecha ésta última que grupos socialistas fijaron en el almanaque a partir de 1911 (desde entonces progresivamente festejada en diferentes países del mundo; su cronología es compleja y para eso es que se inventó Wikipedia), y recién proclamada universalmente por la ONU en 1977, como Día Internacional de la Mujer. En España se lo conmemoró por primera vez en 1936. La abuela de Rodríguez –todavía viva– asegura no recordar nada de aquella jornada que para ella fue igual a todas. La de este jueves, parece, va a ser diferente a la del año pasado y a la de tantos años antes, sonríe la abuela. Y lo será en buena parte por cortesía –irresponsable e incontrolada chispa que acaba produciendo uno de esos incendios californianos imparables, con la ayuda de Trump como gas acelerante– de un tal Harvey Weinstein, fundador de los productora/distribuidora más Tocamax que Miramax.    

DOS Y, se sabe, son tiempo complejos y movidos y turbulentos. Y la esposa y la hija de Rodríguez no dejan de hacerle ese gesto (una cruza entre sacar músculo y corte de mangas) que hace desde 1942 la célebre ilustración a pedido de la compañía Westinghouse de la belicosa Rosie La Remachadora mientras proclama un “We Can Do It!”. Pueden hacérselo y les encanta hacérselo. Y se lo vienen haciendo desde hace tiempo; pero, ahora, ellas dos se sienten más justificadas y épicas que nunca. El otro Procés Independentista. Sí, El Tema. El Veredicto para algunas y V de Vendetta para otras. Ahora todo sale de golpe y entra allí como arrastrado por un torrente de esos que no hace diferencias ni respeta orillas. Desde el escote bajo cero de Jennifer Lawrence pasando por lo que dice Penélope Cruz hasta el rediseño de las portadas de Vladimir Nabokov en Anagrama. La primera le recomendó a sus tweet-maniáticas persecutorias que se dedicasen a cuestiones más importantes y que, con tanta obsesión sin matices, no hacían más que perjudicar a su propia causa (y que de ningún modo ella iba a cubrir ese espectacular Versace con un abrigo, porque también para eso había luchado tanto). La segunda explicó que cambia para sus hijos el final de los cuentos de hadas con heroínas que se niegan a ser princesas y optan por ser “chefs o astronautas” (ignorando que si eres princesa de hoy en día puedes ser y hacer lo que se te ocurra, y que estrella de cine especializada en papeles de latina sexy no es algo tan feminista después de todo). Respecto a lo tercero, Rodríguez tiene un amigo –un macho ibérico progre pero inevitablemente vintage– que se ha vuelto loco y que de un tiempo a esta parte entra a las librerías preguntando por “ese libro en el que una niña perversa seduce a un pobre hombre hasta la locura y el crimen”. El amigo –con una de esas risas que brota del miedo– le explica que lo hace como “forma de resistencia”. Pero no engaña a nadie: su amigo está aterrorizado. Y además es un pobre tipo. Pero no es un hipersensible monstruo depredador como sí lo era y es y será la ahora feminísticamente tan malinterpretada voz en primera persona de Humbert Humbert (que no es la de Nabokov, aunque él sea su autor y ¿próxima estación a quemar por confusión: American Psycho?). En lo que hace a Rodríguez, está releyendo Lolita; y la abre en metros y autobuses, primorosamente forrada en papel madera. El mismo color y material en el que se meten las botellitas de alcohol para beber a escondidas por las calles de ese crepuscular Sunset Boulevard donde ni los paladines de la Marvel están a salvo y los mortales caminan mirando al suelo y hablando cada vez más solos, por las dudas.

TRES Y Rodríguez, intrigado, no puede evitar el preguntarse por qué todo esto no sucedió por lo menos ya en el 2011 y dónde estaban quienes hoy solidariamente se rasgan vestiduras y vestidos cuando, en una habitación del Sofitel Hotel de New York, Dominique “FMI” Strauss-Kahn se abalanzó sobre Nafissatou Diallo: mujer de la limpieza nada estelar y más bien muy secundaria “de color” cuyo nombre es tanto más difícil de recordar que Uma o Salma. Y Rodríguez nunca dijo a mujer alguna algo ofensivo, ni pegó ni mató, ni palpó zonas de conflicto sin autorización previa, y se preocupó siempre porque el placer fuese mutuo y parejo. Y siempre hizo las compras y lavó y planchó y cocinó y cambio pañales y, de poder hacerlo, hasta se hubiese embarazado y parido o abortado. Y, también, lee a más mujeres que hombres y abre puertas y arrima sillas y, de acuerdo, su educación no excusa la bestialidad de tantos otros. Pero el otro día, en una reunión de trabajo, una colega de otra agencia de publicidad le preguntó si él era feminista. Y él, sin pensarlo demasiado, respondió que no “porque, siendo hombre, decir que uno es feminista me parece más simbólico que sincero, más teórico que práctico, más consolador que pleno. Pensarme feminista implica para mí y por reflejo automático considerar la posibilidad de ser machista y de tener que hacer un esfuerzo para no serlo. Y es que yo no pienso en eso, nunca pensé así; por lo que no tengo por qué resignarme a una condición u otra como si no hubiese ninguna otra opción posible. Jamás consideré a las mujeres inferiores porque jamás me pensé superior a ninguna de ellas. Así que mejor digamos que soy igualista o similarista o...”. Y, ah, las cosas que se le ocurren a Rodríguez (quien sí está de acuerdo en que demasiadas añejas desigualdades tienen que emparejarse para siempre en lo que hace a la relación y apreciación y ecualización de unos a unas; quien ya quisiera que una mala conducta de tantos siglos pudiese ser neutralizada por castigo ejemplar en cuestión de meses; y que desea más que merecida y justiciera buena suerte para todas) y ahí optó por mejor callarse. Porque su fraseo nervioso comenzaba a parecerse demasiado al de Woody Allen y porque la mujer ya lo miraba raro y torcido, como Frances McDormand en los últimos Golden Globes. 

  Más tarde –al volver a su casa, preguntándose de qué sexo será el humor y qué habrá sido de él– Rodríguez vio que su hijo de once años parecía pálido y tembloroso (Rodríguez no sabe si estos nuevos protocolos entre sexos benefician a la natural timidez de su pequeño o si acabarán convirtiéndolo en un eterno virgen que ni siquiera podrá fantasear a solas porque están quienes ya consideran/condenan a la masturbación como “acoso mental”) y le preguntó si algún chico le había pegado en el colegio. Y su hijo le contestó que no, que un chico no.

CUATRO La otra noche de esta nueva era –otra noche sin pegar ojo; y temiendo que al caer el sol del inminente 8 de marzo las bestias acorraladas se sientan amenazadas y rompan el récord mundial diario de femicidios– Rodríguez se acordó de un comic que leyó de chico. Primero pensó que lo había imaginado pero –para bien o para mal– ahora Google duerme toda sospecha y despierta toda certeza en segundos. Y ahí estaba: un villano platónico llamado He She al que se presentaba como “¡¡La más mortal de las especies es la femenina!! ¡¡La más fuerte de las especies es la masculina!! ¡Combínalas con el instinto asesino y tendrás al más astuto, vicioso y diabólico asesino de todos los tiempos!”. Casi al amanecer, Rodríguez se quedó dormido y soñó que Él Ella venía a por él para que rindiese cuentas y porcentajes.

  Y Rodríguez –a partes iguales– se despertó chillando como un hombre y sudando como una mujer.