“El rey de los instrumentos.” Con esa pomposa etiqueta el piano vino de la historia, entre la comodidad salonera, los resplandores del virtuosismo y la avidez por lo nuevo y sus infinitas posibilidades. Además de la inspiración genuina, el tiempo puso en su lenguaje a la ópera, la danza y la rosa de los vientos de los gestos populares, para acompañar desde la médula del Romanticismo, como confidente o delator, los sucesivos cambios sociales, revoluciones políticas y devenires culturales. Así fue como el piano abandonó su monarquía para llegar a ser ciudadano, con plenos derechos sobre todas las músicas.

En los últimos días pasaron por Buenos Aires tres pianistas notables. Músicos de tres generaciones distintas, descendientes de espacios bien distinguidos de la tradición, que mostraron personalidades y estrategias diferentes: el italiano Stefano Bollani, el uruguayo Hugo Fattoruso y el canadiense de origen polaco Jan Lisiecki. Dos derivaciones del jazz con marcado acento regional ante un repertorio en gran parte propio o decididamente apropiado, Bollani y Fattoruso, y un pianista de la escuela clásica, Lisiecki, ante un programa temático con obras que reflejaban las inquietudes de lo nocturno.

Bollani ofreció dos conciertos, tan distintos cuanto atractivos. El primero fue el viernes, en el marco del ciclo Italia XXI, en el Teatro Coliseo, cuando presentó los temas de Que Bom, un disco grabado en Brasil, con músicos brasileños y temas del mismo Bollani, atravesados por una particular idea de “lo tropical”. La música brasileña de Bollani, que hace diez años se acercó al mismo universo con el disco Carioca, es la del expedicionario tan seguro de sí, que el mapa que lo guía está hecho por él mismo. El samba, el choro, la bossa y otros aditivos aparecen atravesados por un indomables espíritu de canción italiana, en una mezcla en la que ciertos expedientes comunicativos, con claves de columna de sonora, redondean una modernidad bien temperada. Temas como “Sbucata da una nuvola”, “Galapagos”, “Certe giornate al mare” o “Criatura dourada”, arrastran una gracia cancionística, que se sublima en la ejecución. Es entonces cuando la música del pianista se hace física. Es sonido, también gesto y es suya en la medida que es él quien la toca. Formidable en este sentido fue la dinámica que logró, junto a Jorge Helder en contrabajo, Jurim Moreira en batería, Armando Marçal y Thiago da Serrinha, en percusión. La sección rítmica, dócil y precisa, nunca resultó desbordante. Más bien trabajó como un mantra encantador para que, por encima el feroz instinto del Bollani improvisador, entalle texturas de gran complejidad, reflejo de una técnica extraordinaria, además de fraseos traídos de lugares a menudo inesperados, y también por eso mismo bellos, entre John Coltrane y Renato Carosone.

El domingo, en el Centro Cultural Kirchner, Bollani presentó su Concerto Azzurro, junto a la óptima Orquesta Sin Fin, dirigida por Exequiel Mantega. La obra, articulada en tres movimientos según los cánones académicos, es sin embargo el reflejo de un carácter musical libre, que a la firmeza formal prefiere el andamiaje rapsódico y los espacios abiertos para recibir lo que traiga el momento. Como en ciertos manejos de la política económica actual, se podría pensar en el desorden producto de la improvisación, o de un plan sesudamente acabado. Bollani mostró un plan con dirección precisa y mucho más generoso que el de nuestros cadetes regionales de la usura internacional, alternó diálogos con la orquesta –colosal en este sentido lo que se escuchó al final del primer movimiento– y amplias excursiones solistas en la que se hilvanaron referencias variadas y revitalizadas, siempre en función de una musicalidad asombrosa.

Antes de la entrada de la orquesta, Bollani, solo en el piano, releyó clásicos italianos. Canciones convertidas, exaltadas por un sentido rítmico implacable en el que la mano izquierda fue capaz de reelaborar con personalidad propia el stride de los pianistas pioneros del jazz o de colaborar en mecanismos de gran intensidad armónica, y no por eso pesados. Algo así como Art Tatum imaginando una versión de “Azzurro”, tema del gran Paolo Conte, y Debussy interviniendo sobre “Reginella”, un clásico de la canción napolitana.

El mismo CCK que aplaudió el domingo a Bollani y la Orquesta Sin fin, había recibido el sábado, también con aplausos abundantes, a Hugo Fattoruso. Pianista, arreglador, compositor, Fattoruso fue uno de los que en épocas de cambio se animó a cambiar. Y más aún: a seguir cambiando para ubicarse como artífice de una manera de tocar y escuchar, que entre los Beatles, el jazz eléctrico, el candombe y un sentido de pertenencia a prueba de tentaciones farandulescas, supo redimensionar la arquitectura sonora de la canción latinoamericana.

Después del cálido recibimiento de la sala llena, Fattoruso empezó por el lado acaso menos esperado y sin embargo, dentro de la lógica de lo inesperado, más natural: una milonga de Toto Méndez, “Tierra virgen”. Desde ahí proyectó uno de los recorridos posibles por una vida de música, sonidos del mundo traducidos a su idioma y destilados en años de andanzas, músicas de distintas épocas que diversidades dejaban escuchar la huella inconfundible de Fattoruso. Junto a Aldana Barrocas, percusionista que como el mismo Fattoruso logra esa forma de gracia en la que sobriedad y color se combinan sin molestarse, el pianista atravesó una lista de temas que más que más allá de las bellezas que reflejan y las épocas que representan, dieron cuenta de la creatividad como una forma de juventud inclaudicable.

El tributo del Centro Cultural Kirchner al gran rioplatense –así llamamos en la Argentina a los uruguayos cuando se destacan– había comenzado el viernes, con la proyección de Fattoruso, un documental de Santiago Bednari. Testimonios y abundante material inédito trazaron el retrato y en gran medida lograron reconstruir el aura musical de quien por sobre el éxito y sus toxinas, eligió volver a su “paisito”, para hacer su música desde allí. En este sentido la obra de Fattoruso retoza en una afectuosa autenticidad, la de quien sencillamente hace uso de su libertad, para crear y para vivir. 

Desde otro lugar y con otra ceremonia, el lunes en el Teatro Colón, Jan Lisiecki ofreció un notable recital en el segundo ciclo de esta temporada del Mozarteum. El joven pianista canadiense de origen polaco abordó un programa cuya temática tenía que ver con la noche, tema de sugestión romántica que reflejó con obras de Chopin, Schumann, Rachmaninov y Ravel. Con una técnica formidable y un temple con margen para pulir ciertos arrebatos temperamentales, Lisiecki atravesó su idea de la noche en un concierto de alta intensidad expresiva, que tuvo en Gaspar de la nuit su punto más logrado. Basada en poemas de Aloysius Bertrand y articulada en tres momentos contrastantes, la obra de Ravel representa un punto de superación clave en el lenguaje pianísitico de su época y abrió horizontes nuevos para el instrumento. 

El horizonte del piano moderno, hacia donde, de distintas maneras, caminarán sus múltiples identidades.