A Emilio Monzó no le gusta dar malas noticias. Pero pocos días antes del 8 de marzo no lo pudo evitar. El movimiento transversal de diputadas y diputados en respaldo del proyecto de la Campaña por el aborto legal, seguro y gratuito había pedido una sesión especial para tratarlo y el oficialismo no sabía cómo garantizar que no consiguieran el número necesario para hacerlo. Ese mismo día estaba convocada la tradicional marcha de NiUnaMenos en la Plaza del Congreso, que todos preveían gigantesca en tiempos de #Metoo, por lo que el titular de la Cámara de Diputados temblaba pensando en el movimiento de pinzas que amenazaba dentro y fuera del Congreso.

Había que evitarlo.

La preocupación llegó entonces a la mesa chica del Gobierno. Allí se evaluaron los problemas y las posibles soluciones. Para los analistas de opinión pública del PRO, el aborto es un tema que la sociedad considera "moderno", particularmente sensible para las y los jóvenes, tan reacios a votar por Cambiemos. Lo de "moderno" puede sonar frívolo a la hora de tomar decisiones, pero no para los constructores de imagen obligados a refrescar a una Alianza compuesta mayoritariamente por fuerzas conservadoras. Así nació la tentación de desafiar las tradiciones. ¿Por qué no mostrar una cara a la vez fresca y dialoguista habilitando un debate que igual se produciría? Por esos días empezaba a tropezar el plan económico, la oposición gremial y social había realizado un gran acto en la Avenida 9 de Julio y no parecía una mala apuesta introducir otro tema en la agenda periodística. Sobre todo si ese tema conmovía realmente a la sociedad y podía incomodar al kirchnerismo, que había eludido el desafío durante sus tres periodos presidenciales.

Enseguida empezaron las preguntas para evaluar los riesgos. ¿Diputados votaría la legalización del aborto? La respuesta fue un contundente y aliviador no. ¿Empeoraría la relación con la Iglesia? En este caso el análisis resultó más matizado. Primero se evaluó que los religiosos ya mostraban un endurecimiento creciente frente a la cuestión social. El cambio -- impulsado desde el Vaticano-- había producido relevos fundamentales en la jerarquía eclesiástica, por lo que el conflicto parecía inevitable. En ese escenario, ¿no sería mejor que la sociedad percibiera que la tensión con la Iglesia era producto de la osadía modernizadora oficial más que por los efectos sociales devastadores de su modelo económico?

Así nació The Aborto Experiment. El Gobierno "habilitaría" el tratamiento del proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo y a la vez todas sus figuras principales, empezando por el Presidente, dejarían en claro que lo rechazaban. Una apuesta sin precedentes en la política local.

Cuando Raúl Alfonsín presentó la ley de divorcio, desatando la resistencia de la Iglesia, comprometió su prestigio en aprobarla más allá de que, como Macri, permitió a sus legisladores el voto de conciencia. Lo mismo ocurrió cuando Néstor Kirchner presentó el proyecto de Matrimonio Igualitario. Los oficialistas que sentían que el cambio repugnaba sus convicciones no fueron castigados, pero el ex presidente, y la entonces presidenta, apostaron todo su capital simbólico en el debate.

Al principio todo parecía marchar bien. Sobre todo en la mirada de los medios concentrados. Pero enseguida, con la profundización de la crisis económica y el desembarco del FMI, quedó claro que una agenda no taparía a la otra. Más bien, crecía el peligro de que se potenciaran las reacciones populares sobre los dos temas.

La novedosa idea de plantear al Congreso una ley que no debía ser aprobada, y que molestaba a la gran mayoría de los votantes de la Alianza, repercutió inevitablemente en la interna oficialista. Como siempre, Elisa Carrió tomó la bandera de los despechados y hasta se dio el gusto de hacer pública una conversación donde el Presidente revelaba su doblez o su incompetencia: “Lilita, a mí me dijeron que se iba a ganar”, fue la frase con la que le confesó su fracaso.

Y no fue uno de los habituales excesos de la diputada. Consultado directamente sobre el desplante de Carrió, Macri no se atrevió a desmentirla.

Tras la media sanción en Diputados y la consiguiente ola verde que amenazaba con inundar el Senado, llegó la hora de replantear la estrategia y reducir los daños. La Alianza Cambiemos, encabezada por Gabriela Michetti y Federico Pinedo, se puso al frente del rechazo. Y quedó claro el disgusto que producían las notables voces de los oficialistas que mantuvieron vivo el reclamo. El voto peronista fue también en esta Cámara mayoritariamente a favor de la ampliación de derechos pero, a diferencia de lo ocurrido en Diputados, no alcanzó para revertir el resultado.

El Gobierno respiró con alivio y Macri festejó la sola existencia del debate, a pesar (o justamente por ello) de que el voto del Senado había bloqueado cualquier respuesta del sistema político a las demandas sociales que el debate parlamentario había sacado del closet.

Envalentonado, el Gobierno cedió a la tentación de volver al Experiment. Aseguradas sus bases por el voto negativo, trató de mejorar su imagen entre los verdes dejando trascender que aprovecharía la inminente reforma del Código Penal para avanzar con la despenalización.

A ningún publicista le importó que el proyecto de reforma ya estaba listo antes de la polémica nacional sobre el aborto, y mucho menos que el texto oficial ni siquiera respetase el fallo de la Corte Suprema que clarificaba los alcances de los abortos no punibles ya vigentes.

Educada en el fecundo debate previo, la sociedad reaccionó rápido. Los especialistas desnudaron las limitaciones de la nueva oferta mediática oficial y buena parte de los protagonistas de la epopeya legislativa vieron la oportunidad de redoblar la apuesta.

Diputadas y diputados, opositores y oficialistas, comenzaron a estudiar con sus asesores jurídicos la posibilidad de aprovechar la pretendida reforma del Código para despenalizar el aborto, una alternativa que muchos de los que votaron contra la legalización se habían manifestado dispuestos a acompañar.

Apenas se dio cuenta de cómo la sociedad aprovecharía la segunda fase de The Aborto Experiment, el Gobierno clavó los frenos y dejó para fin de año la reforma del Código Penal. Pero el error ya estaba cometido.

Es cierto que una salida de este tipo no reemplaza la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, que iguala a las mujeres de diferentes clases en el derecho a decidir sobre su cuerpo con el acceso al aborto seguro y gratuito garantizado por el Estado. Pero una despenalización que también alcance a los médicos --cuya eventual sanción prevista en el proyecto de la Campaña para casos especiales horrorizó a tantos legisladores antiderechos--, abriría las puertas a la sociedad civil para buscar, sin la sombra del castigo, alternativas al denigrante y letal aborto clandestino.

Mientras se prepara la próxima, y seguramente exitosa, batalla por la ley, las dos muertes de jóvenes mujeres en la semana posterior a su rechazo por el Senado obliga a explorar cualquier camino que lleve a disminuir tanto sufrimiento evitable.