Alguna vez escribí que él (“él” con mayúscula tiene , entre los pronombres, dos usos políticos , uno como alusión en boca de su viuda y para un entre-nos de masas querendonas y otro dentro de una consigna de la resistencia –“Ele náo” traducida en “Él no”– a la figura de Bolsonaro en Brasil) fue un maestro en ademanes simbólicos capaces de devolverle al término “simbólico” su sentido de aquello que no podría faltar en ninguna fundación y no de imaginario, ornamental o “concreto”. Ahora que el neoliberalismo intenta producir un sujeto bajo la forma del empresario de sí mismo, según los términos de Jorge Alemán, por eso apremiado por los “managers de almas”  para la competencia hasta el máximo rendimiento en nombre de una supuesto valor universal que oculta su razón utilitaria,  esa dimensión se vuelve urgencia. 

Si para el sujeto neoliberal la memoria es melancolía en aras  de un presente que descree de todo legado a conservar y de toda genealogía a proyectar hacia el futuro, tres fueron las acciones de Néstor Kirchner en sentido contrario, las tres enhebradas por un ánimo de responsabilidad del poder en legitimar un pasado y deslegitimar otro, haciendo justicia. Al descolgar los retratos de los generales Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone de los salones del Colegio Militar –él, que no era un gran orador– derrochó elocuencia. Investido como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas dio la orden a un subordinado por la que se degradaba a dos terroristas estatales de una manera más definitiva y radical de la quita de jinetas , sentenciándolos con el deshonor y el borramiento histórico de esa abstracción llamada Patria por la que habían jurado combatir. 

Un día antes de asumir como presidente había llamado a la sede de las Abuelas de Plaza de Mayo para preguntar que necesitaban. “Reactivos” le respondieron. Inmediatamente Kirchner encargó conseguirlos. Así como había suprimido figuras forajidas en un linaje institucional usaba su poder para ayudar a restituir el avasallado por las acciones genocidas. 

El tercer tiempo de la simbólica k fue la entrada en la ESMA en 2004. 

Ese día pidió perdón en nombre del Estado y recuperó en su representación los predios y el edificio de la ex Escuela Mecánica de la Armada, fachada del campo de  concentración, cuyos ecos contrastaron, entre 1976 y 1983 con los de los automóviles que circulaban hacia las afueras de la ciudad por esa avenida que por esa maldades sutiles del lenguaje se llama del Libertador. Cuando un grupo de sobrevivientes volvió a entrar  por el camino antes los ojos de las cámaras y atravesó las rejas a la luz del día para reconocer, a  escala real y de pie, aquellos espacios que el recuerdo reducía a la medida de la propia reducción o agrandaba para ampliarlos con el aire de la supervivencia, ubicar mentalmente el rincón que ocupaban los que ya no están y transmitirle lo vivido a él como representante del Estado democrático, Kirchner fue el anfitrión de una performance política que alcanzó hasta al lenguaje mismo, volviendo a su sentido original el término que, convertido en eufemismo, fue paradigma del habla genocida: “traslado”.  Esos pasos seguros, de quienes se trasladaban de un lado a otro a pesar de su temblor al repisar el pasado pocos días antes del traspaso (traslado) de la ESMA al Estado, volvían el “traslado” a la  zoncera de su acepción: mudar de lugar, mover, remover. 

Devolver un término a su significado inocuo es desafantasmarlo en el interior de una lengua herida por las nuevas acepciones de la palabra “desaparecido”. En cambio que las noticias sobre las estrategias electorales para 2019, hagan que los “manager de almas” describan sus métodos tecnológicos en términos de “fierros” como lo hace Durán Barba al mismo tiempo que una ministra publicita matar sin dar la voz de alto , constituye una amenaza liminar.  

Los tres gestos simbólicos de Néstor Kirchner contrastan con otros más desprolijos o más despóticos que están en el inconsciente de la ciudad como cuando Sarmiento hizo instalara un zoológico en los terrenos palermitanos de Rosas o cuando, a un par de cuadras del Congreso de la Nación, un bingo reproduce en su marquesina su estructura en cúpula como si la democracia , que cumple 35 años, fuera una timba, una cuestión de racha o de tener un gurú en las apuestas , aunque en Macriland lo parezca.