Las palabras llegan cuando podemos pronunciarlas. A veces lleva años. La discriminación histórica que vivimos las mujeres en todos los ámbitos de nuestras relaciones interpersonales nos silencia. No nos creen. No nos oyen. Nos culpabilizan. Algo habremos hecho...  ¿Pero vos lo provocaste? Es más fácil para los demás no creer. Aquellos que nos tenían que cuidar y no lo hicieron, no vieron o no quisieron ver, condicionaron ese silencio disciplinador. 

Pero desde hace poco más de tres años, a partir del surgimiento del movimiento NiUnaMenos, se empezó a resquebrajar esa cáscara, ese bozal. Lo rompimos a los gritos. 

Sacamos a las violencias machistas del paisaje naturalizado. Les pusimos nombres. Y apellidos. Desde conductas inapropiadas amparadas por las relaciones jerárquicas y abusivas, hasta delitos, sin zonas grises. 

Las violaciones y los abuso sexuales en la infancia y la adolescencia ocurren mucho más de lo que se denuncian. La mayoría permanece impune. Los perpetradores suelen ser varones de nuestros entornos. Familiares, amigos, compañeros de trabajo. Ese también es un escudo que los protege. Esa cercanía tiene doble filo. ¿Quién nos va a creer que fue él? 

El sistema judicial, además, está armado para garantizarles impunidad. Se exigen pruebas difíciles, muchas veces, de conseguir, como testigos o marcas que el paso del tiempo borró. Que no se pruebe no significa que no haya ocurrido.

Escuchar, oír, creer, es el camino para favorecer que otras también se animen. #Yo te creo, hermana.