(Desde Epuyén) La entrada a Epuyén no podría ser más triste: en febrero, después del brote de hantavirus que dejó doce muertos y ubicó al pueblo patagónico en el centro de las malas noticias, un incendio se devoró dos mil hectáreas de bosques nativos y pinos plantados. Ahora ambas márgenes de la ruta 40 lucen incineradas con cadáveres de árboles que murieron de pie pero sin poder disimular la desolación que abraza esta pequeña localidad pródiga en desdichas de verano. Es que en enero del año pasado otro fuego voraz redujo a carbón el alucinante centro cultural construido de cara al lago epónimo, y un año después aún no pudo ser reconstruido.

Epuyén es una especie de secretito bien guardado de la Comarca Andina del Paralelo 42, esa agrupación de pueblos cercanos a la línea horizontal que divide artificialmente las provincias de Chubut y Río Negro. Al igual que el resto de sus vecinos (y que todo asentamiento en zona montañosa), éste también se ubica en el bajo de un valle. Por eso es tan impactante penetrarlo en bicicleta con ese descenso furioso a través de Los Halcones o Los Cóndores, las arterias asfaltadas que comunican cuesta abajo con el centro de la localidad, desde la carretera.

Sin embargo, nada es igual después de la trompada que vivió Epuyén tras aquella fiesta de 15 a la que media centena de pobladores asistieron el 3 de noviembre pasado, en el salón privado Peumayen. Allí, un señor que tenía hantavirus pero no lo sabía terminó contagiando a una tira de personas que por efecto dominó cayeron, enfermaron o murieron. La primera víctima fue Camila, una nena de 13 años. Todo por culpa de los colilargos, unos ratones que se hacen un festín en Epuyén porque encuentran vivienda entre los abundantes pastizales y también comida en la rosa mosqueta y otras plantas que proliferan en la zona.

El pánico maniató a un pueblo que tuvo que amotinarse en la puerta de la Municipalidad para saber qué debía hacer, cómo podía curarse o de qué modo convenía prevenirse. El asunto tuvo alcance nacional y todo lo que hizo Adolfo Rubinstein, titular del ex Ministerio de Salud degradado a Secretaría, fue recomendarle a los visitantes no ir ni a Epuyén ni a ninguno de los lugares aledaños. Una sugerencia estigmatizante que, además, ignoró a los más necesitados de una respuesta: los propios pobladores.

El resultado fue un verano para el olvido con reservas caídas, turistas que esquivaban el lugar y pobladores hundidos en la paranoia y la desazón de una temporada que, al igual que el hantavirus, mostrará sus síntomas recién pasado un tiempo. Más precisamente en invierno, cuando haya que sobrevivir a la crudeza del clima patagónico sin un peso. Por carácter transitivo, la malaria también se extendió a El Hoyo, Lago Puelo y El Bolsón, los sitios más cercanos.

La Oficina de Turismo de Epuyén está en la entrada principal al pueblo. Un muchacho de no más de 25 años atiende con angustia, forzando una risa que no encuentra motivos y hablando como si estuviera agonizando. Entrega un mapa de la localidad al que –luego comprobaremos– le faltan algunas calles, sobre todo en la parte que circunda al lago. El plano tiene abrochada una calcomanía con el hashtag #YoElijoEpuyen, aunque en el lugar (como en la mayor parte de la Patagonia) la conectividad es pésima y el wifi oscilante.

La urbanidad de Epuyén está fraccionada en dos partes unidas (o separadas) por la calle Los Cauquenes: una sería el centro (asfalto, un banco, la escuela, una plaza y el hospital), y la otra la ribera lago Epuyén, alrededor del cual se suceden los campings. En este último tramo se encuentran el Parque Municipal Puerto Bonito y el Predio de Artesanos, que cada enero reúne a unas 30 mil personas (es decir, diez veces más que la cantidad de habitantes del lugar). Salvo éste, claro, donde fueron suspendidas todas las actividades capaces de congregar gente en un plan que incluyó aislamientos y cuarentenas segmentadas, la última vigente hasta este domingo 24 de marzo.

En Epuyén todo luce vacío, ausente y espectral. Hasta el mes pasado, las calles eran un desfiladero de gente con barbijo, aunque ahora la tendencia mermó. En el restaurant del Camping del Lago, una parejita sub30 ofrece comida casera y atención amable, aunque la angustia es indisimulable: tuvieron que suspender todos los shows que tenían programados para enero y febrero. Lo que de afuera luce como un lugar fascinante emboscado entre árboles, calles de tosca, un espejón de agua azul como el cielo y el fondo de la trasmontaña, adentro muta de ánimo, incluso a pesar de las numeras muestras de solidaridad y apoyo que miman el alma pero no podrán reponer lo perdido. Hasta el inicio de las clases debió ser postergado, incluso. Como si todo en Epuyén fuese víctima de un efecto retardante: los tratamientos a las víctimas, la ayuda sanitaria y un verano que, esta vez, pasó de largo entre la primavera y un otoño que está al caer.