El concepto de distancia asociado a la escuela, nunca fue muy feliz. Aquello de tomar distancia unos de otros, apartar al compañero con el brazo extendido, quitó espontaneidad y sobre todo le dio un carácter militar a los desplazamientos.

Mejor que no haya distancia de los docentes entre sí, ni entre docentes y padres, ni con el entorno comunitario.

Hoy son muchas las reflexiones y polémicas que se instalaron en torno a la educación a distancia, que paradójicamente… acorta distancias.

Coincido con la mayoría de ellas pero voy a centrar en dos de mis discrepancias:

No acuerdo con considerar a este un año perdido. Porque ignora o desestima el esfuerzo, la búsqueda, la innovación de docentes, padres, alumnos e inclusive de los ministerios de Educación nacional y provinciales por sostener el lazo y hacer presente a la escuela a través de plataformas digitales, analógicas o de la TV.

Se gana un año cuando hay transformación y capacidad de situarse en una nueva realidad dando respuestas concretas.

Tampoco acuerdo con que se haga una división entre familias o padres con “capital cultural” en condiciones de acompañar las tareas de sus hijos en cuarentena y padres “imposibilitados, descapitalizados”, para hacerlo.

Habría que pensar a qué llamamos “capital cultural”. ¿No tiene acaso un peso fundamental la disponibilidad de muchas familias a la hora de transmitir saberes de su cultura de origen? ¿No deberíamos como educadores valorar el lugar de participación que muchos adultos dan a sus hijos en la resolución de la vida cotidiana promoviendo de ese modo la autonomía?

Las fotos o videos que niños y adolescentes envían hoy a maestros y profesores, dan cuenta de aprendizajes insospechados y de una actitud activa y hacedora: exhiben la torta que prepararon, el tejido terminado con la ayuda de un tutorial o de una abuela paciente, el baile imitado con pasos que requieren una importante coordinación de movimientos, la escenografía montada con objetos y juguetes para contar un cuento, la canción acompañada con maracas caseras o el poema que expresa las emociones que transitan. Meses de inventar y jugar con lo que hay; buscar reemplazos, equivalentes, tal vez descubrir que con poco se puede hacer mucho.

¿Qué recepción hará la escuela de estas producciones? ¿Qué lugar dará para analizarlas junto a los alumnos en términos de…”si fuiste capaz de hacer esto en tu casa, entonces…”?

¿No deberíamos considerar que esos logros, los obstáculos atravesados y las estrategias que tuvieron que esgrimir bien pueden ser trasladados a los aprendizajes curriculares?

Todos los niños y adolescentes sin duda habrán madurado en esta etapa. Porque aprendieron a esperar, a cumplir una norma y comprometerse en un acuerdo colectivo, se abrieron al mundo como nunca, se aproximaron al trabajo de los científicos, potenciaron el uso de las redes y de la tecnología, escucharon hablar del valor de la vida, de la solidaridad y de cómo se concreta en hechos.

Seguramente en sus casas mostraron curiosidad, escucharon opiniones diferentes, se plantearon preguntas, hicieron conjeturas, se les pidió colaboración, se conocieron más entre sí, atravesaron enojos, tristezas, miedos, añoranza, malos y buenos humores.

Sin duda, también, muchos fueron víctimas de la brecha digital; se frustraron y estamos en deuda con ellos.

Me pregunto: ¿Nada de esto acredita? ¿Nada de esto se puede tener en cuenta a la hora de promocionar, de aprobar un año escolar tan excepcional?

¿No habrá llegado la hora de recepcionar/ integrar/visibilizar y jerarquizar en la escuela esos aprendizajes y experiencias que también constituyen a cada niño y adolescente?

Entonces, las clásicas y sucesivas evaluaciones de contenidos estrictamente curriculares podrían ser una mirada más; pero no la única.

Mirta Goldberg conduce Caminos de tiza en la TV Pública