“Tanto les gusta la tierra, comé tierra.” Así le decían a la adolescente mapuche, considerada por su comunidad como una figura de autoridad espiritual y médica, mientras estaba detenida, a la vez que le pegaban en las piernas para forzarla a arrodillarse cuando ella se negaba a hacerlo frente a las fuerzas represivas. Según cuentan las mujeres mapuches, ella es la primera machi de este lado de la cordillera en casi un siglo, lo que hace más vívida la evocación de las escenas de caza de brujas que relata la feminista italiana Silvia Federici para explicar cómo esas mujeres fueron castigadas para desprestigiar su saber comunitario y su poder político. Sólo así fue posible la expropiación de las tierras para lanzar la acumulación originaria en los inicios del capitalismo, dice Federici. Pero esto sucede aquí y ahora: esta práctica de tortura fue en el marco de la detención de mujeres y niñxs mapuche el pasado fin de semana, tras el desalojo en la Lof Lafken Winkul Mapu (lago Mascardi), a quienes obligaron a estar cinco horas al lado del cuerpo muerto de Rafael Nahuel, asesinado por esa misma fuerza. Así lo relató la abogada Sonia Ivanoff, Vicepresidenta de la Asociación de Abogadxs de Derecho Indígena de la República Argentina (AAD). 

Esta escena, además, se encadena a otras que no dejan de sucederse a ritmo de galope: el fusilamiento del joven de 22 años por la espalda, la detención y represión en las comunidades, la militarización de la zona, los retenes interrumpiendo el tránsito en la ruta 40, la impunidad sobre la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado –y que se conectan con una lista olvidada de muertes indígenas en la última década en las provincias de Chaco, Santiago del Estero y Formosa en enfrentamientos con terratenientes o sus mandatarios. 

El hilo común que ahora emerge con inusitada fuerza es el racismo como lenguaje privilegiado de la guerra social y el racismo, entonces, como organizador de una nueva economía   de la violencia. 

La crueldad, los abusos, las torturas y el despojo que se acumulan y se propagan mediáticamente van construyendo las condiciones de posibilidad para que ahora el Estado fusile a un pibe mapuche de 22 años por la espalda y que la vicepresidenta Gabriela Michetti hable de la nueva doctrina de seguridad nacional que otorga “el beneficio de la duda” a las fuerzas de seguridad. Que se militarice el Hospital de Bariloche a la espera de que lleguen heridos y que se mantenga presos a quienes llevaron el cuerpo de Rafael (Fausto Horacio Jones Huala y Lautaro Alejandro González). Que se retenga como cautivos a niños y niñas durante horas. Que la ministra de seguridad Patricia Bullrich propague la idea de que hay armas que nadie vio ni fueron encontradas en las comunidades mapuche para justificar el asesinato.

Rafael Nahuel condensa muchas imágenes. Es un mapuche-villero, un pibe de gorra: cuando se lo asesina a él, se repite también el gatillo fácil de las periferias de las ciudades, pero al mismo tiempo marca un nuevo umbral de impunidad por el sentido explícito y aterrorizante con que se montó la cacería represiva y por la militarización de la zona y el lenguaje de guerra puesto a circular. 

La operación mediática y militar unifica entonces raza, criminalidad y peligrosidad para hacer de estxs jóvenes lxs nuevxs “condenadxs de la tierra” (para citar el célebre libro de Frantz Fanon). Por eso, en el conflicto en el sur, la cuestión colonial emerge por su punto histórico más fuerte: la propiedad de la tierra. Como lo dijo una mujer de la comunidad desalojada en un video casero que se viralizó: la lucha con el empresario Luciano Benetton por los alambrados y por forzar a las familias a vender la tierra es constante. Que Benetton compra tierras con casas mapuche y las exhibe como un museo viviente, diciendo que respeta a la población originaria. Ella lo sintetizó también al describir Bariloche: “Bariloche es nazi, por eso nos quieren matar a todos nosotros”. 

La ciudad, conocida por albergar jerarcas nazis, ha hecho de los llamados “barrios altos” (las periferias) una suerte de patio trasero de la postal turística patagónica. Fue la zona que estalló en 2010, cuando la policía mató a Diego Bonefoi, de 15 años y no dejaron desde entonces de sucederse conflictos sociales, allí donde el racismo potencia la ideología de la (in)seguridad hasta confines inimaginados.

Esos conflictos de la periferia urbana están directamente ligados a una generación joven que politiza la discusión sobre el territorio, el derecho a la ciudad y la propiedad de la tierra (en los barrios y en las montañas y los lagos). Es justamente ese vínculo el que se quiere borrar cuando se utiliza desde el gobierno el “cliché” de la ancestralidad para simultáneamente acusar a los pueblos mapuche de no ser “verdaderamente” ancestrales y de tener “gritos ancestrales de guerra” (como describía el perverso comunicado del Ministerio del Interior para justificar el “enfrentamiento” que terminó con el asesinato de Rafael Nahuel). 

Así, se imprime sobre el conflicto la calificación del terrorismo para hablar de comunidades que reclaman sus tierras, para dar rienda suelta a la ilegalidad de las fuerzas estatales en su accionar mientras se fomenta el policiamiento (o “engorramiento”) social y, de paso, evocar la escena setentista de una violencia armada organizada para movilizar todos los fantasmas del enemigo interior. 

La novedad es cómo ahora juega la cuestión de la raza en esta nueva edición de la conquista del desierto, un tema que en nuestro país siempre se intentó eludir, ocultar, minimizar.

Este andamiaje institucional y discursivo se debe a que este gobierno ha marcado un rumbo que coloca en otro nivel la alianza empresarial y represiva. Y que consiste en disponer al conjunto de las fuerzas estatales a la defensa cerrada de las transnacionales propietarias que son las nuevas figuras terratenientes, legitimando la cacería como parte de un racismo institucional, y coronando una fase ascendente del agronegocio (ahora manejado por la propia Sociedad Rural Argentina desde el Ministerio de Agroindustria con el nombramiento de Luis Miguel Etchevehere) con la especulación inmobiliaria turística.

No es casual que pueda hacerse un paralelismo con lo que relata la activista    y escritora Keeanga-Yamatha Taylor para hablar del surgimiento del movimiento #BlackLivesMatter (#LasVidas NegrasImportan), ya que el asesinato de jóvenes negros a manos de la policía pone en marcha una forma de terrorismo policial que explicita cómo la división de clase es una división racista y sexista: esto quiere decir que las desigualdades raciales y económicas legitiman un sistema judicial dual y un sistema legal que organiza la represión sobre los más pobres (De #BlackLivesMatter a la liberación negra, Tinta Limón Ediciones 2017). Las políticas que emergieron en la ciudad estadounidense de Ferguson, cuando se asesinó a sangre fría al joven Mike Brown, “fueron encarnadas por la aparición de las mujeres jóvenes como una fuerza fundamental de la organización”, escribe Taylor. Y pusieron en marcha un movimiento anti-racista desde las calles con la capacidad de decir ¡Ya Basta! Dando cuenta de opresiones multidimensionales que impulsaron una nueva generación de activistas, ellxs escribieron tomando las palabras de uno de los pibes antes de morir para convertirlas en palabras de lucha y en un texto que titularon “Sobre este Movimiento”, concluyen: “No podemos respirar. Y no vamos a parar hasta la Libertad”.

Cuando se fusila, se tortura, se encarcela y se criminaliza a la comunidad mapuche lo que se pone en funcionamiento es una máquina racista-policial sobre toda la población. Es un amedrentamiento y una forma de terror dirigido a todos y a cada una. Intentan activar el inconsciente colonial que hoy traduce en miedo e inseguridad personal y privada la falta de trabajo, de acceso a servicios públicos gratuitos, y la incertidumbre por el futuro cercano.  Las luchas por el territorio anudan diversas luchas por la no privatización de los espacios y recursos públicos y comunes. Son luchas que, además, vienen conectando el cuerpo y el territorio como cuerpo-territorio: por eso permiten leer de modo encadenado las violencias contra los cuerpos feminizados y contra los territorios que sustentan otros modos de vida, otras autonomías.