Todavía se desconoce, o se conoce poco, la enorme influencia que en el campo intelectual de todo Occidente han tenido los trabajadores del lenguaje en Rusia, hacia finales del XIX y hasta albores y bien entrado el siglo XX. Recientemente fallecido, Tzvetan Todorov, “el campesino del Danubio”, como gustaba decirse, fue el introductor y el difusor de estos llamados, sí que peyorativamente, “formalistas” rusos, y fue también en buena medida su continuador, en los estudios teóricos y en las aplicaciones prácticas de las diversas modalidades literarias, que empalmaron con los del estructuralismo creciente en los 60. Con particular éxito y difusión, Todorov dedicó sus primeros trabajos teóricos a las ciencias literarias, la gramática de la narración, la literatura y su significación, la literatura fantástica; analista minucioso y sagaz de textos, se hizo crítico, ensayista, pensador traducido a numerosas lenguas. Heredó genio y versatilidad de aquéllos, los puso de manifiesto, y contribuyó para que influyeran de manera decisiva en las décadas siguientes, más allá de la ciencia literaria, en toda ciencia humana.

Menos llamativa y conocida que las vanguardias pictóricas, plásticas, arquitectónicas, fílmicas, aunque no menos singular y trascendente, la vanguardia literaria y lingüística rusa dejó huellas fundamentales en la producción poética y en el análisis de la lengua y de las formas. Las rupturas de los jóvenes poetas con el Simbolismo trajeron de la mano, además, una exaltación de las “correspondencias” entre las artes, que ya habían apuntado a elaborar los franceses Arthur Rimbaud, Paul Verlaine y Stéphane Mallarmé, entre otros; con la pintura, naturalmente; con la música, como lo manifiestan las tempranas “Sinfonías” de André Biely, quien con Alexandr Blok pertenecía a la segunda ola de los simbolistas y fuera el creador, según Serguei Esenin, de “la obra más genial de nuestro tiempo”; con la arquitectura, y hasta con el recién llegado cinematógrafo, al que Vladimir Maiakovski adjudicaba las cualidades de “conductor del movimiento”, de “innovador de la literatura”, de “destructor de estéticas”. 

Aparte de alentar los trasvases propios de los comienzos del siglo entre las distintas producciones, todo ello será también la expresión de un trabajo en común, fundado primordialmente en una similar concepción anti mimética del arte: ya no la realidad que deberá reflejarse en la obra; la obra misma será la realidad. Esta tendencia a la transformación imaginaria del objeto exterior, su borramiento, su entera sustitución, tendencia que terminaría llevando a la abstracción completa en las artes plásticas, se manifestó en obras poéticas también abstractas, con palabras destruidas, cortadas, combinadas, y hasta en un lenguaje transmental, el célebre Zaum’ de los futuristas rusos, una lengua detrás de la lengua, que hace aparecer planos jamás percibidos. La simultaneidad de lo diverso, los desplazamientos, la distorsión de la figura y del espacio alcanzan entonces a la poesía y van destacando algunos elementos (antes ocultados por los llamados “temas”) que hoy asumen un papel fundamental en la consideración de la obra literaria, especialmente el ritmo y los procedimientos de escritura. Los formalistas exploraron el verso y los distintos metros, los fenómenos de “composición”, cómo estaban construidos ciertos relatos clásicos, qué era la historia de la literatura, qué la tradición, qué la evolución literaria…

Obedeciendo también a su propia historia nacional, los críticos y los estudiosos de los fenómenos literarios se sintieron impulsados por ese florecimiento y esa diversificación de la práctica poética. Sus inspiradores fueron, sin duda, los poetas futuristas, y muy especialmente Velimir Klebnikov, “una personalidad magnética, uno de los más grandes poetas del siglo (que) influyó de manera decisiva sobre Maiakovski y Pasternak” (Todorov). Tempranamente, orientaron sus miradas, no hacia los asuntos sino hacia las formas (lo que les valió ese mote de “formalistas” con que hasta hoy son conocidos), y en 1917 fundaron en Petrogrado el Opoiaz (Sociedad para el estudio de la lengua poética), que más tarde colaboraría con el Círculo lingüístico de Moscú. Los integraron quienes a lo largo del siglo fueron quedando como sabios de esta ciencia de la literatura que en muchos sentidos iniciaban: Roman Jakobson (“Ensayos de poética”), Víktor Shklovsky (“El arte como artificio”), Iuri Tinianov (“La noción de construcción”, “Sobre la evolución literaria”), Boris Tomashevski (“Teoría de la prosa”), Viktor Vinogradov (“Sobre las tareas de la estilística”). Tal rechazo de la práctica artística como representación, tal privilegio del significante sobre el significado, coadyuvaron para que el arte moderno alcanzara el desarrollo que hoy conocemos. Y para que otras ciencias, desde el psicoanálisis hasta las matemáticas, se enriquecieran con los aportes de la lingüística y del estructuralismo.

La otra gran fuerza que mantuvo unida a la vanguardia rusa fue su vocación revolucionaria. Distinguida, como otras vanguardias de la época, por considerar que las rupturas estéticas eran “un intento de organizar, a partir del arte, una nueva praxis vital” (Peter Bürger), vio en las revueltas contra el zarismo y en la Revolución de Octubre la concreción de esa posibilidad. Su acalorada y entusiasta participación en la construcción de una nueva sociedad y de una nueva cultura, representaron la razón, el ápice y el drama de estas vidas. Alentados en los primeros tiempos del poder soviético por la inteligente tolerancia de Vladimir Ilich Lenin (quien había visto el nacimiento de Dada desde el departamento de la Spiegelgasse durante su exilio en Zurich, y era enemigo de consagrar oficialmente cualquier corriente estética) y por otros dirigentes revolucionarios, como León Trotsky y Anatoli Lunacharsky, es bastante sabido cómo y por qué se desmoronaron estas estéticas, estas poéticas, estas políticas culturales a la muerte del primero (1924). Unos pocos quedaron trabajando en las sombras, muchos huyeron, otros se suicidaron (entre los más fervientes, “el gigante de la camisa amarilla” Maiakovski y, antes, Esenin, que escribió con su sangre “Adiós, siento enferma el alma. Es tan duro enfrentarme con la gente...”). 

Se cerraba así un período fecundo en la producción cultural rusa y se abría, ciertamente, uno de esos capítulos terribles de las siempre dolorosas relaciones entre los artistas y el poder. Por algo, un bien temprano discípulo del Formalismo, Roland Barthes, ha escrito: “Si por un exceso de socialismo o de barbarie, todas las disciplinas menos una debieran ser expulsadas de la enseñanza, es la disciplina literaria la que debería ser salvada, porque todas las ciencias están presentes en el momento literario”. 

* Escritor, docente universitario.