En Legisladores e intérpretes: sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales, un libro escrito ya hace muchos años, sugería que antes de la llegada de la modernidad, la actitud principal del hombre hacia el mundo era la del guardabosque. El guardabosque no pretende cambiar el mundo; más bien, convencido de que cada cosa es fruto de la creación divina y de que la naturaleza sabe cuidarse a sí misma de la mejor manera, tiene como única tarea la de impedir y prevenir la intervención criminal del hombre, asegurándose de que siga siendo capaz de defenderse a sí misma. En cambio, en la modernidad sólida, la actitud dominante es la del jardinero, aquel que tiene en mente un proyecto ideal para intervenir sobre la realidad y la naturaleza. El hecho de que antes  de actuar ya tenga en mente un proyecto significa que algunas plantas que corren el riesgo de convertirse en maleza son eliminadas, mientras que otras son sembradas y cultivadas con cuidado.

La diferencia fundamental entre el guardabosque y el jardinero reside en que mientras el jardinero cree que sin él, sin su plan y sus acciones, sobrevendría el caos, y que establecer el orden es su responsabilidad, el guardabosque considera que el orden ya se encuentra en las cosas y que su única tarea es defenderlo de sus intrusos. Sin embargo, ambos coinciden en considerar a la realidad y a la naturaleza como totalidad –una totalidad compuesta por elementos agregados– y de un modo u otro, tienden a introducir y colocar al individuo en esta totalidad dada. 

Todo esto ha fracasado y es por esta razón que decidí hacer referencia a una tercera actitud frente al mundo, la que defino como la del cazador, aquel a quien no le interesa la totalidad sino exclusivamente los resultados de sus partidas de caza. En el bosque, donde una partida de caza debería ser exitosa, el cazador no se preocupa por la disminución de la cantidad de presas, que podría poner en peligro la capacidad misma de cazar allí en el futuro. No se inquieta por esto porque si un territorio de caza particular se vuelve poco provechoso como consecuencia de esta actividad, simplemente se traslada a otro lugar, y luego nuevamente a otro donde pueda encontrar mejores condiciones para la cacería. En estos términos, mientras que el guardabosque y el jardinero son sensibles al vínculo que se establece entre el “bienestar” de la totalidad y del individuo, el cazador, en cambio, rompe el vínculo, entre la actividad individual y el estado del mundo.

Esto, por ejemplo, es lo que sucede hoy en economía, un sector en el cual, una vez que un lugar deja de ser productivo, para obtener beneficios y resultados inmediatos, basta con trasladar el negocio a otro sitio, transfiriendo el capital con un simple botón. Pero es también lo que sucede en la vida de cada uno de nosotros. Me refiero en particular a las reflexiones desarrolladas por Anthony Giddens, quien acuñó el concepto de “relaciones puras” para referirse a aquellas relaciones entre seres humanos que no se fundan sobre vínculos sólidos y a las cuales se entra sólo para satisfacer un deseo. Una vez satisfecho, desaparece el motivo para mantener la relación, la que se rompe para buscar otra en otros sitio. Si por ejemplo consideramos que nuestra compañera nos ha brindado ya todo lo que podía ofrecernos, si nos parece que todo es repetitivo y ya no hay nada misterioso, excitante, nuevo o atrevido sino tedioso, y que ya no nos satisface como esperaríamos, y si, además, más allá de nuestro cerco nos parece que hay hierba fresca y verde, ¿por qué deberíamos permanecer en el lugar en el que estamos? ¿Por qué no trasladarnos hacia aquel jardín?  

Como resultado de la actividad del cazador, la vida se disgrega en fragmentos, se desmiembra, simplemente se vuelve episódica: un conjunto de episodios que buscamos exprimir al máximo para luego trasladarnos hacia otro sitio; un conjunto de experiencias y aventuras que se mantienen unidas solo por el hecho de haber sido vividas por la misma persona. Podríamos decir que la vida es una serie de inicios siempre nuevos y que –para usar una palabra muy de moda en los Estados Unidos– los individuos se convierten en los siempre nuevos, los born again, como si pudieran eliminar completamente todo lo anterior al presente y empezar siempre. Esta es la actitud del cazador que se manifiesta en el carácter episódico de la vida; una serie de situaciones y de eventos inconexos, un desplazamiento de aventura en aventura y de experiencia en experiencia, sin que se tenga la menor idea de lo que sucederá el año siguiente. 

Daniel Cohen, el economista de la Sorbona, recordó que hace cincuenta años, cuando los empleados nuevos de Ford comenzaban a trabajar, tenían la seguridad de que permanecerían en aquel puesto de trabajo durante los cuarenta años sucesivos, mientras que hoy los jóvenes, aquellos ambiciosos, enérgicos y afortunados que buscan trabajo en Silicon Valley con los muchos Bill Gates que hay en esos parques tecnológicos –un trabajo que parece representar uno de sus más grandes sueños– no tienen idea de qué les sucederá después de un año, o inclusive, en los seis meses siguientes. No es casual que según un cálculo realizado por el sociólogo Richard Sennet, la duración media de un empleo en Silicon Valley sea de ocho meses. Es la perspectiva del cazador: disparar, disparar y disparar, luego, concluida la partida de caza, moverse hacia otro lugar, y recomenzar. De nuevo.

 

Este fragmento es una de las respuestas de Zygmunt Bauman en Modernidad y globalización, un libro que recoge una extensa entrevista que realizó el filósofo de la modernidad líquida con el periodista Giuliano Battiston, y que ahora publican editorial Octubre y Eduvim.