El cuento por su autor

El origen de este cuento es un título, un nombre, un personaje. Después una frase, la que lo abre. Y, finalmente, la resolución de contar una historia de años y cenizas a través de un puñado de frases que Lucía, queriendo, no queriendo, le va arrojando a la cara al narrador hasta que por obra y gracia de esas frases van quedando atrapados uno en el espejo del otro.

Pero también me gusta pensar que en su imposible revivir los años 60, es un velado homenaje a Abelardo Castillo y Ricardo Piglia, dos escritores recientemente fallecidos que me enseñaron –sobre todo a través de sus recientes diarios– a releer esa década que no tuve el gusto de vivir como un ser completo. Pero como diría el narrador: no recaigamos en nostalgias, utopías, autocomplacencias y otros males metafísicos.


Leandro Teysseire

1

-¡Leer a Freud también es autoayuda!    Gritó y pegó el portazo. El rancho -el más alto y estrecho del pueblito de la costa uruguaya-tembló un momento y luego recuperó su inmutable fragilidad.

Así era Lucía. Y esta es la historia de algunas de las frases célebres y tirabombas que me fue arrojando a la cara desde que nos conocimos hasta que nos desconocimos. O dejamos de vernos. O nos volveremos a ver.

Desde ya, esa frase inicial fue el típico colofón de una discusión o pelea que eran el pan y el vino de nuestra relación una vez que pasamos la primera etapa de las almas gemelas que se encontraron sin buscarse, digamos los primeros dos o tres meses.

Hoy, a la distancia, si se lo cuento a un amigo nuevo en una ronda nocturna de tragos o si se la quisiera transmitir a un milenial avispado, la describiría como la típica chica de fines de los 80 principios de los 90, con algo de Cyndi Lauper, Thelma y Louise, la chica de Corazón satánico en su parte más sexual,  o mujer de cuento de Tama Janowitz para los más entendidos. Pero no, no es así, no exactamente.

Era la chica que representaba los restos de los años 60 en las décadas posteriores, eso que conocimos en libros y películas. Algo lógico, por otra parte, porque era una persona hecha de libros y películas en mi imaginario, y porque yo creía que esa su forma de ser, su aire de otra época, era lo único rescatable de una década que previsiblemente odiábamos a los veinte años. ¿Por qué nuestros padres, los padres de nuestros amigos, novios y novias y los adultos que nos rodeaban, no portaban ni un mínimo indicio de esos glorificados años 60? ¿Por qué ninguno había ido al Di Tella ni propugnaban el amor libre? ¿Por qué ni siquiera se psicoanalizaban, con mi amado Freud cuya lectura me había obsesionado al punto de llevarme los Tres ensayos de teoría sexual al rancho, provocando esa reacción airada de su parte? 

Era más mi sabatiana Alejandra que mi cortazariana Maga. Dos mujeres de las que Lucía no terminaba de abominar, sobre todo de la Maga. Creo que Alejandra le parecía solamente una loca desatada y Sobre héroes y tumbas un poco demodé para su veta moderna, que la tenía, y le gustaría pensar de sí misma que algo del repentismo de la chica de Rayuela persistía en ella. Ya no era, en nuestro tiempo, una “muchacha” sino una chica. Me daba vergüenza decirle “mi compañera” pero con Lucía teníamos algo de camaradas. Teníamos camaradería. Y el único resto de “muchacha” todavía flotaba como un perfume lírico en el nombre que los padres no le habían puesto por la canción de Serrat sino porque era el segundo nombre de su abuela Paula.

Nos conocimos en una fiesta rarísima en una casona de Belgrano a donde llegué a través de mi amigo A, el futuro juez, el único juez justo que conocí en mi vida, al menos en persona. Él estaba entrando en derecho y yo no. Fuimos a dar a esa fiesta que daban en una casona algo decadente y llena de pibes y pibas difusos, confusos en todo sentido, pero todos hijos de padres más o menos garcas, salvo A y yo. Lucía era otra de las desubicadas ahí. Nunca me dijo cómo llegó ahí y creo que ni ella lo sabía exactamente. No era aspirante a abogada ni a jueza, pero tampoco a escritora y artista como yo y alguno que otro. Había otra chica, Irene, a la que A perseguía. Yo quedé pronto aislado en la fiesta, en la casona. Estaba en un rincón parado al lado de una estatuilla de mármol -supongo-, o por lo menos era fría y desabrida. Pero me tenía obsesionado bajo los efectos de un porro al que le había dado dos breves caladas. Ella se acercó a mí sin que yo la viera venir. Me besó y se presentó.

–Hola, soy Lucía.

Algo movilizó en mí de inmediato. Le iba a hacer una perorata sobre la estatuilla pero intuitivamente callé, acentuando mi estampa de tímido o indiferente.

Vuela este cuento para ti, Lucía. 

2

“Las heridas de guerra también se curan”.

Dijo después de arrojarme un cenicero de cinzano que se estrelló contra la puerta corrediza que separaba la cocina de la sala en un departamento inhabitable de la calle Yatay. La sala estaba alfombrada. La alfombra era verde y por debajo de la puerta vaivén una vez vi pasar una laucha que insistió, en un larguísimo combate nocturno, en quedarse del lado de adentro. Lucía no. En esa época ya iba y venía. Ya no vivía con la familia de cierta posición. Tenía un departamento propio (pero alquilado) en Flores, pasando las vías del tren, un planta baja inundable pero que quedaba cerca del Tío Fritz, algo que le levantaba la autoestima al barrio y a nuestra petit boheme.

Volviendo a Yatay: el cenicero contenía yerba mojada. Como la alfombra era verde y descolorida, despareja como una cancha de fútbol del ascenso, no hubo mayor enchastre y tampoco me impactó de lleno.

Yo, que ya había entrado en mi etapa autoreivindicatoria, melanco y sensible y maricona, reaccioné como si me hubiera arrojado un cenicero de vidrio y me lo hubiera dado en pleno rostro. 

Me tratás como a un trapo de piso, articulé.

Ya no eran días para reconciliarnos en la cama.

Bajando un cambio limpió los restos del cenicero, se entretuvo armando un bolsito que la acompañaba a todas partes y mucho después dijo esa frase y así se enterró el episodio. 

La frase estaba destinada, es de creer, a minimizar el episodio, a darle un aura de cotidianeidad, con una pizca maternal, como la madre que le dice al nene llorón bueno, bueno, no es para tanto, más que nada para calmarlo y tranquilizarse ella misma. Pero no quiero dejar de reflexionar sobre la absoluta amplitud emocional de esa frase, que equiparaba nuestra relación o sus restos, la vida en general y en particular las miserias de los vecinos del edificio de Yatay, a una guerra. Hablaba también de la guerra real. Tenía un hermano que se había hecho militar y ella no pudo soportarlo. Ella se fue distanciando de ese hermano y el hermano nunca fue a la guerra, pero algo de ese belicismo colado de manera medio absurda en su vida,  se habría colado también entre nosotros. Y también es posible que exagere esta parte de la historia porque con el tiempo el hermano milico se fue haciendo un chiste de risa gruesa, como una escupida. Podría quedar como una manera de aludir a todo lo que nos había tocado en suerte desde el caserón de Belgrano hasta el fin de nuestros días: una guerra sorda. Días y noches de amor y de guerra, diría Galeano (a quien leíamos a escondidas uno del otro para evitar cualquier devolución burlesca). Heridas.

Éramos unos desamparados, en pocas palabras, pero no quiero insistir ni encarnizarme con ese tono típico de esa etapa de mi vida que hoy detesto hasta la exageración, no permitiendo que ni un gramo de autocomplacencia se cuele en mis insomnios. Pero heridas, sí.

3  

“Leer a Freud está bien, pero hay que insertarlo en una matriz más social”.

Dijo y levantó su copa de vino blanco.

Ya habían pasado unos cuantos años por encima y por los costados de nosotros dos. Lucía derivaba por la psicología social, los grupos de terapia, el bancadero, el sufridero y los primeros atisbos de salitas asistenciales en las villas. El país se iba viniendo abajo más pronunciadamente que antes, eso era palpable, y yo estaba plenamente sumergido en mi etapa escéptica y también cínica, aunque del cinismo me curé de golpe a raíz de un episodio que contaré en otra oportunidad.

La copa de vino blanco le daba de todas maneras un aire extrañado a nuestra conversación. Como si fuera ajenjo. Como si el restaurante Rio Rin, que pronto iba a cerrar, fuese una mezcla de terracita francesa y carpa beduina. Como si yo fuera un poeta modernista mal llevado, como si fuera un tipo sin apellido, como Rubén Darío o Juan Gabriel. 

¿Y ella?

La miré.

Lucía estaba hermosa, densa, copiosa esa noche, perfectamente compatible con una copa de vino blanco y un hielo transparente en el centro del corazón. La iba viendo crecer, desarrollarse, con la distancia exacta de los vaivenes de nuestra relación, de nuestro amor, cada vez menos físico y más mental. Esa noche sin embargo irrumpió lo físico pero como una perfecta forma de la plenitud. Pensé que ese cuerpo había llegado al límite de sus posibilidades, de su miel en piel, de su tersura. Fue un espejismo o un reflejo verídico que duró un buen rato para luego recobrar un aceptable realismo: estaba muy linda, centrada, parecía menos exaltada que como solía estarlo en nuestros encuentros. 

Dije algo estúpido pero que no tenía rastros ni de escepticismo ni de cinismo hacia eso que difusamente apuntaba su frase: lo social. 

Y creo que en algo debo haberla desencantado. 

Como si hubiera pensado: no madures tanto.

Frase que no dijo.

4

“El matrimonio es la tumba pero yo no pienso inmolarme en el crematorio”.

Dijo. Un año después se casó.

Se separó, se casó, se separó.

Dejamos de vernos, volvimos a vernos.

Tantas frases se habrán perdido y recuperado en esos años entonces, frases abandonadas en un contestador, en un mensaje, en teléfonos y celulares. Frases que curiosamente no solíamos rememorar en nuestros encuentros, ni sus frases ni mis respuestas automáticas o mis silencios, jamás volvíamos sobre esas frases como si se hubieran evaporado o no quisiéramos que arrastraran ni un mínimo dejo de nostalgia.

5

Ahora sí es el momento exacto de volver al verano, al mar o los mares que compartimos, playas y desiertos.

La frase, una de tantas, anterior a algunas de las frases anteriores o simultánea, es decir, como frases superpuestas en las facetas de tiempo que compartimos, dicha como al descuido entre moscas y retazos de sandía en una quinta de no sé quién pero que compartimos unos días, estaba precisamente inspirada en esa suerte de cambio sutil que experimentábamos: el mar ya podía ser reemplazado por una quinta con pileta (siempre prestada) en la que se mantenían los rituales de rigor y rigores de porro, vino blanco y sensualidad encubierta, una etapa breve y estrafalaria de todos con todos que como sabemos, terminaría en otra etapa superior de todos contra todos. Pero ese verano, en una quinta bastante grande donde en un terreno vecino un hombre seco y ladino alimentaba un cerdo gigantesco al que íbamos a visitar a cada rato, ella dijo:

–Lucía y el mar.

¿Qué?

Breve momento de distracción. ¿O no entendí bien?

–¿Qué dijiste?

Ella suspiró pero no me contestó de inmediato.

Yo, francamente, había creído entender algo así como me lucía en el mar. Algo que resonaba contra nuestra situación un poco patética de estar “vacacionando” entre moscas, un chancho monstruoso y una pileta de metro y medio. Como una metáfora del final de nuestros sueños, de nuestra juventud. Como una inaceptable condena hecha de resignación, digo inaceptable porque yo ya había entrado en mi periodo pos cínico, algo frívolo pero estilizado, combativo y ascendente.

Insistí:

–¿Qué dijiste?

Supongo que mi tono ya no le sonaría combativo sino desafiante y entonces se materializó con toda su fuerza la chica que había hecho temblar de cabo a rabo el rancho del orto de la costa uruguaya, la chica que se burlaba de las ínfulas montevideanas, la que debatía a Freud, la que había planeado todos nuestros años desde el momento en que sin que yo la viera me visualizó en ese rincón de la casona de Belgrano y pensó a este pescado hay que devolverlo al agua, o que simplemente le gusté en mi absurda falta de credibilidad, o porque intuyó que no era un estudiante de derecho ni de derecha, o porque calculó que la tendría más o menos grande para sus gustos, o porque estaba aburrida o porque la vida es así, casi siempre lejos del mar.

–Dije que te vayas a la recontra puta madre que te parió.

Y no me contestó más.

No repitió la primera, supuesta frase.

Ni volvió a decir otra frase de su estilo en toda la tarde.

Esa noche se fue de la quinta con un muchachón corpulento que tenía auto y que no estaba entre nosotros en la quinta, así que lo habría reclutado de la cuadra, de otra quinta vecina o quizás tendría algún parentesco con el hombre que daba de comer al chancho aunque lo dudo. Jamás se lo pregunté. 

Y yo me quedé ahí, fumando un Camel al borde de la pileta, preguntándome si ir a ver al chancho de noche podía ser peligroso, si ella iba a salir en algún momento de la pileta como emergiendo del mar, deseando que todos los veranos fueran exactamente eso que dijo y que yo capté al toque pero me negué a entender, o me quise hacer el distraído, el interesante o el malhumorado, Lucía y el mar, siempre juntos y separados, para siempre, marcando los dos extremos de mi vida entre el mito de origen –ella como mi epifanía– y la utopía del mar,  y sabiendo que solo nos esperaban una sucesión de veranos, quizás no los mismos para cada uno de nosotros, ni en plenitud ni en número, alejados y mezclados con la gente que inexplicablemente prefiere las montañas, las sierras,  o conocer París con aguacero o cualquier lugar sin Lucía, sin el mar. 

Cuando volvimos a vernos, porque en definitiva ese fue uno de los tantos episodios deshilvanados de nuestros años con idas y vueltas, no mencionamos ese episodio ni le dimos vuelta a las frases y los malentendidos. Y ahora que lo pienso, ya no volveríamos juntos a ver al mar.