Afuera hay una gran movilización y adentro de El Camarín de las Musas, en el bar, Bernardo Cappa habla más de política que de teatro. O de ambas cosas a la vez, porque ya hace un tiempo que son esferas inseparables para poder aproximarse a lo que ofrece. Para absorber la “inteligencia emocional” que sus obras contienen. A lo mejor en la frase que sigue esté el corazón de la que estrenó recientemente, No dejes nunca de mirarme por favor: “Esta es una época triste de la historia argentina. El teatro está incluido, sí. Es muy difícil representar lo real, hoy por hoy. La realidad inventa ficción tan rápidamente que quedamos medio perdidos. No sabemos bien cómo opinar, cómo exorcizar esa realidad. Al mismo tiempo, queremos estar siendo mirados permanentemente. Hay una angustia grande. Mucho miedo de quedar afuera de todo”.

Escrita en colaboración con Pedro Sedlinsky, No dejes nunca de mirarme por favor es, en palabras de Cappa, “una especie de comedia de puertas” inspirada en La gaviota, de Antón Chéjov. Una versión muy libre del clásico. Cada uno de los personajes tiene su correlato en el texto del autor ruso: hay una actriz consagrada con actitud de diva y cercana a figuras de la política; un escritor exitoso que ya olvidó lo que es el riesgo y sólo se repite a sí mismo; un joven director que se propone ser vanguardia aunque no tiene con qué; una actriz que también quiere “pegarla” innovando pero que pareciera ser la que está menos implicada en el afán de éxito, como si representara la esperanza de la historia. Temáticamente, el texto de Chéjov sirve como plataforma para habilitar una nueva reflexión sobre el teatro contemporáneo y las actitudes de quienes a él se dedican. 

En concreto, la actriz consagrada (Celina Font) descubre en la computadora de su hijo (Aníbal Gulluni) un video de su actual pareja (Pablo Caramelo) teniendo sexo con una joven actriz del off (Maia Lancioni). El personaje de Font decide ir al departamento de la joven actriz, que actúa en un unipersonal dirigido por el personaje de Gulluni. “Es una reflexión sobre la necesidad desesperada de ser mirados y aprobados, que produce una teatralidad atractiva y graciosa (...). Decidimos hacer una comedia sobre lo ridículo de nuestro padecer”, plantea la sinopsis. No dejes nunca... se presenta los viernes a las 20.30 en El Camarín (Mario Bravo 960) y está pensada como la primera parte de una trilogía. “La ideología no nos salva. Sobre eso indaga la trilogía: cómo se actúa, qué hacer con la ideología y el lenguaje, cómo se vuelve forma. Cómo asumir las contradicciones y cómo todo eso se vuelve teatral. Sobre el goce de creer que estoy pensando bien. Produce tensiones, conflictos. Y usamos La gaviota como un modelo de teatro realista”, describe el director de El cuerpo de Ofelia (ver recuadro).

–¿Cuál fue el punto de partida de No dejes nunca...?

–Los ensayos, tratar de pensar un poco en ellos, y trabajar sobre la llegada de Stanislavski a la Argentina. Fue el Partido Comunista el que lo tomó; la izquierda argentina lo tomó como teatro culto. Se hizo una combinación entre Stanislavski y el teatro independiente. Acá vino Galina Tolmacheva, fue la que lo trajo. Hedy Crilla también, pero es todo medio contradictorio porque se habían peleado con Stanislavski. Armamos una obra que transcurría en 1940. Un director había venido de Rusia y estaba ensayando La gaviota en la casa de una mujer. Como ensayábamos en mi departamento, esa gente pasaba por una puerta y ese pasaje continuaba en el presente. En 1940 se estaba tratando de hacer La gaviota con verdad escénica y en el presente se estaba ensayando una versión performática. Cuando en un momento nos dimos cuenta de que la producción de esa obra era muy cara, decidimos cortarla y estrenar el presente. Armamos una especie de comedia de puertas, que no lo es estrictamente, sobre la cuestión ideológica relacionada a lo performático y las nuevas formas. 

–El recorte fue por cuestiones de producción pero también enfocó a la obra hacia un tema, a un diálogo con el teatro contemporáneo, ¿no?

–Quedó una cosa que nos resulta interesante. El tema de las contradicciones, de intentar imponerle al lenguaje una ideología. La tiene, por supuesto. Pero en el teatro se recarga demasiado a la forma con una voluntad ideológica. Lo que me parece teatral y atractivo son las contradicciones: esa especie de goce exagerado para que la obra tenga tal o cual ideología. Y con estos personajes patéticos, esto se vuelve teatral. Sobre todo en Buenos Aires, se exagera bastante sobre lo que está bien y mal, en términos de lenguaje. Con esta obra parece que criticamos, que nos parece mal la performance. Lo hablamos entre nosotros y no nos parece mal. El personaje del escritor al que le va bien está angustiado. Los cuatro están perdidos. Lo cierto es que todos lo estamos porque es muy difícil representar lo real hoy por hoy.

–¿Por qué?

–La realidad inventa ficción tan rápidamente que quedamos medio perdidos. No sabemos bien cómo opinar, exorcizar esa realidad. Al mismo tiempo, queremos estar siendo mirados permanentemente. Hay una angustia grande: uno tiene mucho miedo de quedar afuera de todo. De quedar en la calle. Afuera. Una vez escuché a un tipo que vivía en la calle que decía: “El problema es que no tenemos para comer, para ir al baño, que no sabemos dónde dormir. Pero el problema mayor es que la gente no nos mira”. Uno tiene miedo de quedar fuera. Ese miedo hace que sea exagerado el gesto de estar. Hoy por hoy, si uno no sube a alguna red lo que hace, parece que no está hecho. Criticar la red sería ingenuo. El tema es más grave. Hay algo de lo social que es que no sabemos qué hacer. Uno siente que todo es muy banal. Nos van quedando pocas cosas. Pareciera ser que el camino empieza a ser una demanda espiritual. El presidente fue a un retiro espiritual. Son rápidos ellos; se dan cuenta de que es eso lo que circula. Porque otra vez nada tiene sentido. El concepto de nación... todo eso está en riesgo.

–Entonces, ¿la obra remite a un fenómeno social que se exalta en la comunidad teatral por sus particularidades?

–Es cierto que uno sabe que existe porque alguien lo está mirando. Pero en el teatro la situación es más complicada, porque uno necesita que venga gente y cierta legalidad, que alguien diga que lo que estás haciendo está bien. Hoy esto está exagerado, lo que se llama producción o difusión. En subir las fotos y en el estilo de foto se nos va mucha energía. Cada vez que uno hace una obra es un procedimiento burocrático con muchísimos ítems. Hoy por hoy lo que se discute en un elenco es quién hace la prensa, qué redes usar... Es un montón de tiempo y energía, y debilita el ensayo. El ensayo está debilitado. Esta idea originó la obra: el tiempo de ensayo es un mito. Lo lindo es la ilusión de perderse en el tiempo.

–¿Ensayaron mucho?

–No. Tres veces por semana, dos horas. Nos costaba juntarnos. Está la ansiedad por pegarla, de alguna manera. Por pegarla y que te dé un poquito de aire. El teatro se trata de juntarse con los que la pegaron; el que no la pega nunca termina en una especie de la calle del teatro. O queda en un lugar en el que la gente dice “pobre, vamos a acompañarlo”.

–¿Le pasó? ¿Alguna vez se sintió en “la calle del teatro”?

–No. Soy de una familia de clase media argentina y tengo tendencia a creer que fui educado para más. Mis padres deben pensar “todavía no llegaste”, eso seguro, pero nunca me sentí afuera. Me sentí siempre afortunado, sentí que me fue bien y que a la gente le interesa lo que hago.

–¿Y cómo influyen estas ideas a la hora de presentar un nuevo material?

–Me propongo hacer mucho para tratar de evitarme una especie de obligación de progreso. No creo demasiado en él. Creo, sí, que algún día voy a aprender a hacer teatro de tanto hacerlo. Pero es un aprendizaje difícil de controlar. Aparece, surge, brota, irrumpe. Más de lo que uno puede planear. Seguramente hay gente que lo planea. A mí no me sale; si no, el monto de exigencia sería insoportable. Trato de hacer para desprenderme de la idea de que las obras tienen que salir bien. A veces las presento y no me importa que sean desprolijas; prefiero eso, si no, no estrenaría nunca. Tengo ganas de escribir narrativa, estoy con una novela, pero no salgo de la corrección y me pongo demasiado obsesivo. No quiere decir que la obsesión mejore la cosa. Trato de sacarme de encima esa exigencia de que debo hacer las cosas muy bien. Exigencia absurda, ya que a nadie le importa si yo hago las cosas bien. Es una idea de clase que en la Argentina prende mucho. El teatro tiene el problema de que cada vez más se vuelve de cierto sector de clase media.

–Esta idea está en la obra.

–Decimos “la clase media alcahueta”, pero es una exageración: nosotros somos de esa clase. Cada vez estamos más encerrados ahí. El otro día se armó una discusión en Facebook y yo en la universidad (N. de R.: es docente en la Universidad Nacional de las Artes) decía: “Estamos discutiendo si Deleuze sí o no, y hay balas de plomo en la calle”. Va a haber recortes, no nos va a alcanzar para las escenografías y la gente no viene. Es noble la actividad teatral, pero deberíamos ver cómo corrernos de ese lugar que es muy argentino de que tenemos que ser los mejores y estar siempre a la vanguardia. Es un mandato de clase, incluso lo es el destacarnos en Latinoamérica. Pero la tendencia es ser cada vez más latinoamericano. Lo que nos parecía tonto y retrasado, porque Europa no está produciendo más. No produce novedad.

–En tiempos de crisis, ¿cómo se reformula la función del arte? ¿Y particularmente del teatro?

–Uno se junta en el teatro a tratar de ver cuerpo, gente viva, produciendo emocionalidades con inteligencia. El teatro tiene la particularidad de encontrar una inteligencia emocional, que no es lo mismo que una inteligencia que produce emoción. Ahí hay alternativas de organización. Sin organización, vamos a terminar pobres contra pobres. No podemos estar en contra del poder. El poder se ríe. Y no podemos tomarlo. Sí tenemos que encontrar resistencia para subsistir. Es jodida la frase. No es resistencia para que retrocedan, sino para subsistir, sin perder gradación humana. Subsistir a esa enorme capacidad que tiene el poder de producir imaginario. Cada vez más imaginamos lo que ellos quieren. Como decía Sartre: la pregunta es cómo tener un minuto para imaginar libremente. El teatro, el arte, son formas de encontrar alternativas a la gramática del poder. Algo muy lindo que dice Spinoza es que los que están en el poder son gente triste, débil. No podemos envidiar a Macri. No se envidia el poder. El arte es un lugar de encuentro, de alternativa, de cómo encontramos organizaciones que puedan multiplicar las emociones. Propone que aprendamos a tolerar la diferencia, encontrar respuestas a qué es alimento y qué no en relación a los vínculos, cómo poetizar el estar en el mundo. Para no desear lo que nos dicen que tenemos que desear. Es un laburo enorme, porque estamos condenados. Cómo desintoxicarnos de un deseo muy tóxico. Un filósofo chino está diciendo que lo que logró el capitalismo es que la exigencia para trabajar te la pongas vos mismo: “Tengo que ser el mejor empleado de la empresa”. En el teatro pasa lo mismo.