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Alertas

 Por J. M. Pasquini Durán

Hay versiones tan inconsistentes y contradictorias sobre el asambleísmo vecinal y piquetero, tanto desde la derecha como de la izquierda, que sólo pueden entenderse por la carga de intereses o prejuicios que las contaminan. Son un factor de disolución institucional y caldo de cultivo de la anarquía social, afirman los opinadores influenciados por el pensamiento conservador. Al contrario, sostienen en el otro extremo, aportan una vigorosa energía democratizadora hacia la sociedad y también hacia el propio interior del movimiento popular. Cuando se revisan los hechos con la intención de comprenderlos es posible acumular datos a favor o en contra de esos criterios y aún de una gama más amplia de percepciones. Por lo pronto, las deliberaciones de ese tipo distan mucho de ser homogéneas o calcadas. Responden a la naturaleza de sus miembros, de sus territorios y hasta de sus experiencias. En algunos sitios, hay tarea cumplida de mucho tiempo en ámbitos multisectoriales que han ganado desde hace dos meses una dinámica entusiasta y una participación cuantitativa como no habían tenido antes, por lo menos durante el último cuarto de siglo. En otros lugares, la experiencia íntegra es novedosa o, en todo caso, reúne experiencias individuales muy diferentes, desde el militante desencantado con los aparatos partidarios hasta el ahorrista que ganó la calle en defensa del derecho a su propiedad privada.
Esa conformación plural, en la múltiple acepción del término, no deja de ampliarse porque también sostiene las iniciativas que ya han reunido voluntariamente en actividades específicas a núcleos sociales que hasta hace pocas semanas vivían en mundos diferentes, como el pobre excluido del sistema de producción y de consumo con el comerciante de barrio ahora acorralado por una crisis que devora las oportunidades de las mayorías, empobreciendo sucesivas napas desde abajo hacia arriba. Sería ilógico esperar, en esas condiciones, que el movimiento no presente rasgos caóticos, tendencia a la dispersión, objetivos imprecisos y la posibilidad, siempre latente, de deshilacharse sin alcanzar los propósitos inaugurales. A la vez, tiene potencia creativa, capacidad para estar juntos y la tenacidad, sostenida en el tiempo, puede aumentar su eficacia, ya probada en derribar gobiernos. Desestructurado por juventud, se le hace difícil encajar en las disciplinas orgánicas a las que están acostumbradas las minorías de izquierda y espantan a las derechas por el imprevisible caudal de desobediencia. Dogmático por hartazgo y desilusión, el flamante movimiento esquiva la política convencional, sobre todo repudia a los políticos, como si fuera un fétido pantano que se traga a los puros y a los justos. Los políticos que se quejan por la discriminación deberían reconocer, para empezar, que sus votantes tuvieron excesiva paciencia esperando que la autodepuración arrasara con la corrupción y la impunidad que vaciaron de sentido a las instituciones donde casi sin excepciones sus miembros toleran, cuando no auspician, injusticias que abochornan a la dignidad humana.
Demasiado reciente, el fenómeno no soporta clasificaciones cerradas de una vez y para siempre .-ni fragua revolucionaria ni huevo de la serpiente.- y sus animadores más constantes deberían advertir a tiempo los síntomas de cierta fatiga de material antes que la fragmentación inicial, sometida al maratón permanente de protestas que suele reducir la militancia a su mínima expresión, a los “de hierro”, termine por centrifugar la fuerza multitudinaria. Al revisar los programas reivindicativos que aprueban las asambleas, pueden encontrarse demandas que hace algún tiempo eran patrimonio de minorías politizadas: remoción de la Corte Suprema, reestatización del sistema previsional, gestión obrera de las fábricas cerradas, no pago de la deuda externa, y así de seguido. También proposiciones “para que se vayan todos” y, en su lugar, gobiernen delegados vecinales, que traen a la memoria consignas del Mayo Francés:”Pide lo imposible para obtener lo posible”, o sea, en este caso, la profunda renovación de la vida pública. Puede ser utópica la demanda, pero hay un trasfondo de realidad que la sustenta: el drama nacional ya no aguanta soluciones de rutina o autoridades incapaces de sostener sus propias palabras. “Es necesario afrontar la crisis que vive el país con una escala de valores que recupere lo antes posible el sentido del bien común” [y] “este gesto inédito debe ser ejemplar y fundacional para afianzar la transición hacia un tiempo nuevo con la participación de todos”, acaba de proponer la “Mesa del Diálogo Argentino” organizada por obispos católicos con el soporte técnico de funcionarios de Naciones Unidas, después de escuchar durante un mes y medio al mayor abanico posible de representaciones de todo tipo.
La misma “Mesa”, a manera de síntesis por consenso, propone: “1) Ampliar con urgencia los programas de subsidio a los desempleados dando prioridad a las jefas y jefes de hogar e integrado con la ayuda alimentaria, realizado con total transparencia y adecuado control social, sin clientelismo de ninguna naturaleza. 2) Estos programas deben financiarse con contribuciones excepcionales de los grupos o sectores más beneficiados e inmediatas reducciones de los gastos del aparato público nacional y provincial. 3) Las contribuciones se legislarán sobre la base de principios de equidad en la distribución de los costos de la crisis. El objetivo central de la reconstrucción ha de ser el crecimiento de la economía, la reducción del desempleo y el combate a la pobreza mediante políticas económicas y sociales permanentes”. ¿Será posible que estas demandas, apoyadas en una lógica realista y razonable, pesen menos en el Gobierno que las cínicas disquisiciones del Tesoro norteamericano? Es así, sin embargo, porque el Gobierno está desechando la histórica oportunidad de conducir el país desde la decadencia al resurgimiento a cambio de un hipotético trueque –servir para ser servido– que ya intentaron en vano casi todos sus antecesores civiles y militares. Deberían tatuarse la obviedad para que no se les olvide: El imperio no tiene amigos, sólo intereses. Miren el mundo, repasen el paisaje latinoamericano: la violencia militarista vuelve por sus fueros para imponer por la fuerza lo que no ya no pueden sustentar con las formalidades democráticas. Después, agradezcan a los ciudadanos que hacen noches y días de cola para presentar recursos de amparo contra la confiscación de los depósitos bancarios, porque todavía confían en la ley. Reconozcan al movimiento piquetero y vecinal los enormes esfuerzos que realizan para no ceder a la tentación de la violencia, dejando solos a los irresponsables y también a los provocadores a sueldo.
Da la impresión que el Gobierno pasa de los ataques de pánico a los de soberbia voluntarista. El Presidente “ha decidido” que el dólar no valga más de un peso con setenta centavos, como si fuera un asunto de voluntad, sin considerar la evidencia histórica mundial: la estabilidad monetaria, sobre todo en países sin reservas inagotables, depende lo mismo que el orden político de la confianza social, máxima fuente de legitimidad tanto para una cosa como para la otra. “La persistencia de una estrategia sistemática de desigualdad que vulnera los derechos más elementales y característicos de un régimen democrático, cuya expresión emblemática es la injusta distribución del ingreso, deprime el mercado interno, limita los recursos fiscales y obliga una y otra vez, en nombre de la sustentabilidad fiscal, a practicar la estrategia del ajuste perpetuo”, denunció con razón un reciente análisis del Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo). El documento va más lejos en el pronóstico: “El gobierno de Eduardo Duhalde no fue electo por el mandato popular y si no legitima su accionar desplazando las influencias de los diferentes lobbies del poder, validando en el terreno institucional las demandas de democratización y distribución justa del ingreso, corre el riesgo deconducir los destinos de la Argentina hacia un cuadro de eclosión social y de impugnación de la democracia y la paz”. Razón de más, en todo caso, para preservar la dinámica social en alerta, como revulsivo del presente y garantía de futuro. Quizá la Iglesia Católica, que comprometió hasta su credibilidad en un esfuerzo de concertación, junto a los otros credos, tenga que ponerse al frente de una oración ecuménica masiva por la justicia y la fraternidad, para establecer en comunión con el pueblo el compromiso con el plan urgente que propone la “Mesa del Diálogo”.
Todavía el Gobierno tiene chances de elegir el camino: puede escuchar voces como las de la “Mesa” y el Frenapo, o subordinarse a las insolencias y abusos de las petroleras o los banqueros. En lugar de seguir buscando parches para eximir de responsabilidad a los bancos, debería plantarlos ante sus compromisos y si necesita gastar de 15 a 20 mil millones de dólares que sean para compensar a los ahorristas estafados por los bancos que puedan quebrar, no serán todos sin duda, en lugar de usarlos para preservar la rentabilidad usuraria del sistema financiero inaugurado por Martínez de Hoz en la dictadura militar. Confiar el futuro a nuevos préstamos del Fondo Monetario Internacional (FMI), no sólo aumenta la deuda en no menos del 10 por ciento en dólares, sino que cancela cualquier autodeterminación en política económica, reduciéndola “al minúsculo y regresivo papel de un instrumento que busca un equilibrio inestable entre oferentes y demandantes de divisas” (Frenapo). No hay a la vista, más allá de la retórica o el voluntarismo, medidas específicas, claras y directas, que permitan suponer la reactivación de la producción y el consumo y la mejoría del poder de compra de los salarios. Más bien, al contrario: el Frente ya advirtió que “si se cumpliera con la optimista hipótesis oficial de una inflación del quince por ciento en el año, estarían arrojando a no menos de 1.700.000 argentinos más bajo la línea de pobreza”. Estos son los factores objetivos que amenazan disolver las instituciones y anarquizar el orden social. El Gobierno duerme con el enemigo.

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