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Un partido con salchichas y empanadas

 Por Victoria Ginzberg

¡Lehmann! ¡Lehmann! ¡Lehmann! Mientras los alemanes vivaban a su arquero, los argentinos los miraban serios. Acababa de terminar el partido y las caras más largas eran las de los periodistas que estaban cubriendo los cuartos de final en la embajada alemana. “¿Vas a hacer alguna nota?”, le preguntó un camarógrafo a un movilero. “Y... bueno, vamos con los chicos que tienen las caras pintadas”, contestó su compañero con resignación y algo molesto por tener que poner el micrófono al servicio de la alegría ajena. “Uf... Los odio”, decía con envidia.

Fueron el partido y la hinchada más diplomática del mundo. La embajada alemana estaba decorada por igual con globos celestes y blancos, y amarillos, negros y rojos. Las chicas de la entrada ofrecían pintarles a los visitantes las banderas de ambos países y los cachetes de los empleados del lugar generalmente estaban adornados por ambas insignias. (Aunque el perro del embajador lucía en la cabeza y el collar sólo los colores germanos.) El menú acompañaba el espíritu: hubo salchichas con mostaza inglesa y ketchup, y empanadas. Eso sí, la bebida principal fue la cerveza.

El embajador Rolf Schumacher se permitió apartarse de lo “políticamente correcto” sólo para bromear. Antes del partido saludó a sus invitados y leyó un mensaje: “Si pierde Alemania, lo que sería casi el fin del mundo, rescataré de inmediato todas las botellas de vino y, suponiendo que los amigos argentinos comparten nuestro dolor, les daré un vinagre intomable. Si pierde Argentina, lo que no sería el fin del mundo, se servirá champán en solidaridad con nuestros amigos, para que no caigan en la depresión”. Y hubo champán. Aunque no fue suficiente para evitar el bajón.

Pero el vino espumante no llegó tan fácil. La comunidad alemana sufrió ante la pantalla gigante. Igual que los argentinos invitados a ver el partido en “territorio enemigo”. Durante la previa, los favoritos de los fotógrafos habían sido los jóvenes con las caras pintadas con colorante de torta –“porque no había pintura alemana”– y con banderas como capas. Era un grupo de muchachos de entre 20 y 25 años que está en el país haciendo tareas sociales para evitarse el servicio militar. A pedido de los camarógrafos, los jóvenes entonaron una canción en alemán, lo que provocó risas de unas chicas que miraban la escena. “¿Qué dice la canción?”, les preguntó Página/12. La sospecha de que se trataba de una seguidilla de insultos fue desmentida. En cambio, era una especie de tema amoroso sobre una mujer de la Selva Negra. “Y eso, ¿se canta en la cancha?”, quiso saber, algo desconcertada, esta cronista. “No, generalmente en los bares y después de beber mucha cerveza”, la desasnaron las jóvenes.

Las canciones de cancha aparecieron durante el partido. Auf geht’s Deutschland/ ShieBt ein tor!/ SchieBt ein tor! (Vamos, Alemania, hacé un gol) y, pasado el minuto 80, Einer geht nach/ einer geht nach rein (algo así como ¡uno más, uno más!). La hinchada visitante dentro de los límites de la residencia del barrio de Belgrano estuvo lejos de las ingeniosas letras que se escuchan en los estadios. Aunque la mitad del salón gritó de alegría con el gol de Roberto Ayala, los cantitos se limitaron a los simples “Ar-gen-tina, Ar-gen-tina” y sólo como respuesta ante un desafiante Deutschland!, Deutschland!

Un cabezazo errado de Juan Pablo Sorin marcó algunas diferencias de criterio. “Los alemanes son muy grandes”, señaló un empresario argentino con vínculos con la banca germana. “Noooooo, es que los argentinos son muy pequeños”, le retrucó una rubia vestida con la remera de Ballack. Al final del primer tiempo los jóvenes alemanes aceptaban la superioridad del contrario. “La figura es Tevez”, opinaban serios ante las preguntas de los periodistas que hacían notas en el entretiempo. Pero después vinieron los goles, el alargue y los penales. Y llegaron los vítores a Lehmann y con ellos la desazón de los argentinos y la gastada que terminó con el Don’t cry for me Argentina, que no por previsible resultó menos triste.

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