DISCOS › MAÑANA, CON PAGINA/12, UN CD CON GRABACIONES DE ROBERTO GRELA

Seis cuerdas multiplicadas por 2 x 4

Sus dúos con Troilo y Federico sentaron las bases. Nacido en 1913, “orejero” y genial, su arte sigue siendo una referencia obligada.

 Por Julio Nudler

La guitarra, que fue protagonista del tango desde su prehistoria misma, aquilató figuras legendarias como las de Mario Pardo (Eduardo Arolas le dedicó La guitarrita), Manuel Parada, Horacio Pettorossi, Enrique Maciel, José María Aguilar y hasta el mismo Oscar Alemán, para no mencionar a José Canet o Cacho Tirao, entre otros, como los uruguayos Abel y Agustín Carlevaro. Pero es el nombre de Roberto Grela el que ha quedado definitivamente identificado con la guitarra en el tango. Tampoco lo desplazó de su ubicación de referente obligado, pese a haberse tratado de un ejecutante intuitivo, “orejero”, que no estudió música, la extraordinaria evolución técnica y estilística posterior en la manera de encarar este género con ese instrumento. Ni la actual generación de estupendos intérpretes como 34 Puñaladas!, Bardos cadeneros o Néstor Crespo, de El tranvía; Acho Estol, de La chicana; el Cuarteto Monserrat y el Quinteto Ventarrón.
Roberto León Grela fue quien dio forma a un lenguaje guitarrístico eminentemente tanguero, con sus fraseos, los incisivos punteos del plectro de carey en las cuerdas agudas, los sentidos y hondos bordoneos en las graves, el balanceo entre la marcación severa del tango y el apacible mecer de la milonga campera, y esa tensión emocional imposible de definir pero sin la cual no hay tango. Nacido en 1913, se empapó de la música rioplatense y pampeana en el patio mismo de su casa natal de la calle Cochabamba, en cuyas tenidas pulsaba en sus comienzos un mandolín, hasta que Parada lo indujo a cambiar de instrumento. En su extensa trayectoria, iniciada en 1930, Grela acompañó a numerosos cantantes destacados, como Antonio Maida, Fernando Díaz, el portentoso Charlo, Alberto Serna, el inefable Osvaldo Cordó y un fuera de serie como Jorge Casal, a grandes como Edmundo Rivero, Alberto Marino o Alberto Podestá y al incomparable Osvaldo Ribó, entre otros. Pero su gran calidad y sus inquietudes impidieron que se resignara al segundo plano. Su salto fue en 1952, de la mano de Aníbal Troilo.
Ese año fue llamado a tocar, junto a su bandoneón, La cachila, de Arolas, a quien Troilo encarnaba en El patio de la morocha, un musical concebido por Cátulo Castillo. Con el tiempo, el tándem Troilo-Grela, complementado en un inicio con el contrabajo de Kicho Díaz y el guitarrón de Edmundo Zaldívar (h), se convirtió a su vez en reverenciado modelo de la simbiosis de fueye y encordada en el tango. Comenzaron a grabar en 1953, logrando una compenetración absoluta, que los realzaba mutuamente. El fuerte no estaba en la técnica sino en el alma de esa música entrañable. Otra admirable conjunción fue la que posteriormente lograría Grela con Leopoldo Federico, aunque ya la simbiosis no resultó tan raigal. Con Federico integró a partir de 1965 el cuarteto San Telmo, barrio natal del guitarrista y al que dedicó el hermoso tango que se incluye en este disco compacto. Además, como compositor rubricó algunas obras ejemplares, como Callejón y Viejo baldío (ambas registradas por la orquesta de Troilo en 1956), además de Las cuarenta, que estrenó Fernando Díaz en 1937 y fue un éxito resonante cantado por Azucena Maizani.
Grela sobresalió en las dos funciones clásicas de la guitarra en el tango: la de acompañante de cantantes y la puramente instrumental, integrando dúos, tríos y cuartetos con otras guitarras o instrumentos diferentes. En el primero de los aspectos, los conjuntos de guitarras que secundaron a los principales vocalistas de los años ‘20, la década en la que el tango cantado hizo eclosión, son una referencia de gran interés, previa a la irrupción de Grela en el género. En este sentido, guitarristas como Vicente Spina y Miguel Correa, que tocaron para Rosita Quiroga y Charlo, esbozaron estilísticamente lo que Grela posteriormente perfeccionó. En este CD se destacan, como muestras que resaltan su arte para expresar la hondura del tango, sus versiones de Ausencia, de Alberto Castellanos; Viejo rincón, de Raúl de los Hoyos; Allá en el bajo, de Agustín Magaldi; Los mareados, de Juan Carlos Cobián, y Griseta, de Enrique Delfino. También sobresale la interpretación de Vieja casa, vals de Zaldívar. Dos piezas de Albel Fleury testimonian la admiración que sentía Grela por el eximio folklorista, cuyo conjunto integró, y cuya obra fue magistralmente rescatada por Roberto Lara. Algo que se advierte en Grela es su renuncia a todo virtuosismo efectista o arrogante. Su mesura y equilibrio consiguen en cambio seducir al oyente sin producirle fatiga. También es destacable el partido que saca del criticado uso de la púa, a punto tal que cualquier objeción principista es pronto olvidada.

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Roberto Grela comenzó acompañando cantantes. Pero no había nacido para ser el segundo de nadie.
 
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