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La inflación y la historia

 Por Mario Rapoport *

Los índices de inflación que se manejan en el país no son creíbles, pero tampoco es creíble que nos hallemos nuevamente en el medio de un escenario repetido, como el que hemos visto otras veces en la historia económica del país. En primer lugar, la insistencia en el tema inflacionario, sin descontar sus reales efectos distorsivos sobre la economía y, en particular, sobre la distribución de los ingresos, tiene un matiz ideológico. Un recordado periodista económico, Enrique Silberstein, que no carecía del sentido del humor que hoy les falta a muchos de sus colegas en los medios, cuyos anuncios dramáticos anticipan las desgracias que se nos vienen encima, decía en los años ’70: “Nos pasamos la vida hablando contra la inflación, todo gobierno (y todo ministro de Economía) lo primero que promete es combatir la inflación (...) Y, si uno se fija bien, el ataque a la inflación va dirigido al incremento de los costos, o sea al aumento de sueldos y salarios. Jamás se ha combatido la inflación diciendo que se debe al crecimiento de las ganancias (...) nadie se ha preguntado si las ganancias tenían sentido y si eran económicas”. Así, por ejemplo, toda la discusión sobre el tema de las retenciones giraba en torno de ganancias extraordinarias y de la inflación importada que esas ganancias introducían en el país.

En segundo lugar, otra cuestión esencial para comprender el problema, más allá de la histeria de expectativas creadas también en parte por sectores interesados que alientan la espiral inflacionaria, es analizar la relación entre el fenómeno de la inflación y el crecimiento económico. En este sentido la historia económica argentina permite hacer algunas comparaciones elementales que ayudan a comprender mejor las vinculaciones entre ambos factores, ahora y en el pasado reciente.

Dejemos de lado el hecho bien conocido de las hiperinflaciones, todas las cuales se produjeron desde 1976 (444 por ciento), en forma paralela con los esquemas de financiarización de la economía, desindustrialización y endeudamiento externo que rigieron a partir de entonces (para Martínez de Hoz bajar la inflación era llevarla a cerca del 100 por ciento). Se padecen, en especial, alzas bruscas de precios a principios de la década del ’80, una aceleración en 1988 y picos máximos en 1989 (con una cifra astronómica de más del 4000 por ciento) y en 1990. Fenómenos acompañados por fuertes caídas del PIB.

Es más bien en el período anterior, 1945-1975, marcado por un proceso de industrialización que tuvo tasas de inflación promedio del 20 por ciento (y picos del ’50, a más del 100 por ciento), donde encontramos cifras que se parecen a las actuales, pero con un desarrollo productivo y una distribución del ingreso mucho mejor de lo que vino después de esa época.

El primer ejemplo son los tres años que van de 1946 a 1948, con tasas de crecimiento del 8,9 por ciento, el 11,1 y el 5,5 y de inflación del 17,6 por ciento, 13,6 y 13,1. Y un período más relevante, por su duración, el que va entre 1964 y 1974, con once años ininterrumpidos de tasas de crecimiento positivas aunque no tan altas, en su promedio, como en la actualidad. Los picos máximos fueron en 1964 y 1965 con 10,3 y 9,1 por ciento, si bien se observan índices de inflación relativamente elevados: el 22,2 y el 28,6 por ciento, respectivamente. Hubo también años de muy baja inflación (un solo dígito) como 1953, 1954 y 1969. Además, la desocupación no pasaba la barrera del 6 por ciento en promedio.

No es posible hacer una comparación con las tasas de crecimiento positivas y los procesos deflacionarios de parte de los años ‘90 porque tuvieron por correlato en sus momentos finales un retroceso significativo en todos los indicadores económicos y en las condiciones de vida de la población debido a la brutal caída del PIB en 2001-2002.

En cambio, desde el 2003 al 2005 los índices de crecimiento no bajaron del 8 al 9 por ciento anual y los de inflación oscilaron entre un 3,4 y un 12,0 por ciento, con una tasa de desempleo en descenso y una reducción de la pobreza. El crecimiento continuó al mismo ritmo durante 2006 y 2007, aunque los índices de inflación se hicieran cada vez más dudosos y para este año se estime extraoficialmente un índice real de inflación cercano al 30 por ciento y el crecimiento sea menor. Pero en relación con el pasado la situación no es todavía tan dramática como algunos economistas ortodoxos, que ponen siempre la estabilidad de precios –y de las ganancias– como una meta crucial entre los objetivos de toda política económica, la predicen en forma reiterada.

Es preciso, sobre todo, insertar la lucha contra la inflación en el lugar que le corresponde dentro de esos objetivos. Las prioridades son distintas si la economía combina precios relativamente altos con un aparato productivo funcionando a pleno. O si los precios no crecen o descienden, pero las industrias quiebran, la tasa de desempleo supera el 20 por ciento y casi la mitad de la población se encuentra bajo la línea de pobreza. O cualquier combinación intermedia.

Otra cuestión tiene que ver con la búsqueda de recetas adecuadas. La historia nos enseña que los programas de estabilización han terminado, generalmente, en grandes recesiones, y el último ejemplo palpable fue la convertibilidad y el “uno a uno”, basados en un endeudamiento externo explosivo que provocó la crisis más profunda de la historia argentina y la caída en el default.

Raúl Prebisch cuestionaba desde esta perspectiva a las políticas ortodoxas, llamando la atención sobre su carácter fundamentalista: “En los adeptos a este tipo de política antiinflacionaria, tanto desde quienes la sugieren desde afuera como en los que la siguen dentro de esta dura y azarosa realidad latinoamericana, se reconoce, a veces, la noción recóndita de la redención del pecado por el sacrificio. Hay que expiar por la contracción económica del mal de la inflación.”

Los ciclos de crecimiento (no simples productos del endeudamiento) vienen acompañados casi siempre de procesos inflacionarios, aunque la inflación tiene que ser entendida en el marco de la problemática argentina particularmente sensible al tema: sus consecuencias negativas han castigado principalmente a los sectores populares y medios, con una disminución del consumo y de los salarios reales, procesos agravados en las hiperinflaciones de los años ’80 y principios de los ’90. Pero estos mismos sectores sufrieron aún más con políticas deflacionarias, que afectaron gravemente el empleo y el aparato productivo.

La presencia de una tasa de inflación por el momento moderada en relación con el pasado y en gran parte importada es un dato que hay que tener en cuenta buscando los medios para frenarla, para lo cual el Gobierno tiene que cumplir algunos deberes (hacer una reforma tributaria, mejorar el sistema financiero, incrementar la inversión pública, etc.) pero ese objetivo no puede empañar lo que constituye la meta principal en materia económica y social: un desarrollo sustentable en el largo plazo sobre la base de crear sectores productivos con mayor valor agregado y nichos de innovación tecnológica, de lograr la plena ocupación con empleos formales y de hacer más equitativa la distribución de los ingresos.

* Economista e historiador. Investigador Superior del Conicet.

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