EL MUNDO › COMO ES FALUJA, LA PESADILLA DE LOS NORTEAMERICANOS

Desde el corazón del infierno

Por Angeles Espinosa *
Desde Faluja

El miedo o una indiferencia cómplice mantienen a Faluja en silencio. Como si no hubiera pasado nada, como si el día anterior aquí no se hubiera matado, quemado y descuartizado a cuatro seres humanos, los orgullosos habitantes de este enclave conservador y tribal continúan con sus quehaceres cotidianos. Sin embargo, bajo la apariencia de normalidad, se percibe el nerviosismo. Las tropas estadounidenses aún no han entrado en la ciudad. Parece cuestión de tiempo y el “no los dejaremos entrar” que espetan desafiantes los jóvenes es pura bravuconada. Los crímenes, advirtió ayer el administrador estadounidense Paul Bremer, “no quedarán sin castigo”.
“¡Muerte a América! ¡Con nuestra alma, con nuestra sangre, derrotaremos a las fuerzas de ocupación!” A media mañana, justo cuando se cumplían 24 horas de la matanza que ha escandalizado al mundo y a la mayoría de los iraquíes, una quincena de enmascarados corea eslóganes antiamericanos en el lugar donde se produjo el ataque. Son los únicos en Faluja que no guardan silencio. No exhiben armas ni temen hacer gala de su militancia en la resistencia. Nadie los molesta. Tampoco nadie se une a su provocación. Una enorme mancha negra sobre el asfalto, en medio de la avenida principal, es lo único que recuerda lo sucedido. Los esqueletos calcinados de los dos todoterrenos han sido retirados durante la noche. Al parecer, la policía se encargó de eso, igual que de entregar los cadáveres a los marines. En la calle, los jóvenes tienen una versión más macabra. “Los troceamos y se los echamos a los perros a la orilla del río”, aseguran burlones.
“Sólo podemos hablar con los periodistas si traen una autorización del Consejo Municipal –se disculpa el secretario del director del hospital–; no puedo decirle si trajeron los cuerpos al depósito o no.” Los miembros del Consejo han salido. “Tal vez vuelvan a reunirse a última hora de la tarde”, se desentiende el funcionario de la puerta. “El jefe de la policía llevó los cuerpos al cuartel de los marines anoche”, confía no obstante un agente que confirma los testimonios de la gente en el sentido de que los soldados no han entrado en la ciudad después del incidente. Algunos guardias de circulación hacen como que dirigen el tráfico. En los accesos a Faluja y en los principales cruces, grupos de policías con chalecos antibalas y Kalashnikovs en la mano vigilan el latido de la ciudad. El día anterior, no había ninguno a la vista. Y eso que las sedes de la policía y de la guardia civil están a menos de 500 metros de donde ardieron los vehículos de los cuatro estadounidenses asesinados. Un periodista local vio alejarse un coche policial que se encontraba cerca del puente viejo, donde los exaltados colgaron lo que quedaba de los cuerpos de dos de ellos. Los otros dos quedaron demasiado calcinados para esa vejación.
“Tienen miedo –justifica un vecino–. ¿Qué pueden hacer? Aquí todos estamos emparentados, somos de la misma tribu. No van a ir a detener a su primo o al hijo de su hermana.” Aunque Faluya tiene medio millón de habitantes, sociológicamente es como un pueblo. Con una estructura fuertemente tribal, dominada por el poderoso clan de los Al Duleimi, recela de todo lo que viene del exterior. “Los de Bagdad les parecemos extranjeros”, confirma un bagdadí que se siente incómodo en “esta tierra de baasistas”. Pero no es mera nostalgia del régimen anterior. Su talante indómito también les causó problemas en los tiempos de Saddam. “Robaban los teléfonos de emergencia y las vallas de la autopista, hasta que Saddam fue y responsabilizó a cada jefe de clan de la propiedad estatal que pasaba por su terreno”, recuerdan en la capital.
La policía no fue la única que se mostró indiferente anteayer. Antes de colgarlos del puente, la turba arrastró los cadáveres durante casi un kilómetro, a través del mercado. Nadie hizo nada por impedirlo. ¿Miedo o complicidad? Difícil de averiguar en esta sociedad que se refiere a los autores de la matanza como “mujaidines”, los que hacen la Guerra Santa. Hasta los clérigos se niegan a hablar. Según algunos vecinos, varios imanes trataron de impedir el miércoles que los jóvenes siguieran ultrajando los cuerpos sin vida de los cuatro estadounidenses, pero cuando se dirigieron a ellos apelando al Islam, les apuntaron con sus fusiles. El jeque de la mezquita, Hamud al Mahmud, rechaza hablar con extraños. “Sólo respondo sobre asuntos religiosos”, argumenta. “¿Justifica el Islam lo ocurrido ayer (por el miércoles)?.” La pregunta se queda colgada en el aire.
Es innecesaria. Todos saben que no. En Bagdad, como en el resto de Irak, la mayoría se ha echado las manos a la cabeza ante lo sucedido. Mientras los comentaristas estadounidenses recuerdan Somalía en 1993, los iraquíes con memoria piensan en la suerte que corrió Nuri Said, primer ministro del rey Faisal durante la revolución del 14 de julio de 1958 que abolió la monarquía. Como si la muerte no fuera castigo suficiente, las masas lo desenterraron y arrastraron su cadáver por las calles de Bagdad. “Nunca ha tenido tumba, ni nosotros paz”, concluye un iraquí espantado con el incidente de Faluja. A la entrada de la ciudad, una pintada reciente desea “¡Larga vida a los mujaidines!”. Y, como para enredar aún más las cosas, también ayer aparecieron en Faluja volantes de un grupo previamente desconocido llamado Brigadas del Mártir Ahmed Yassin –muerto por Israel esta semana– asumiendo la autoría por las muertes del jueves y calificándolas como “un regalo del pueblo iraquí al pueblo palestino”.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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