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La información

 Por Sandra Russo

El domingo escuché en el lapso de una hora, en tres canales distintos y en boca de periodistas que la pronunciaban en diferentes sentidos, la frase según la cual “la primera víctima de una guerra es la verdad”. No recuerdo haberla escuchado con tanta insistencia y tanto afán en otras guerras. Ese mismo día, con la respiración cortada por las imágenes que Al Jazeera puso al aire y que mostraban con más crudeza que los cuerpos de los norteamericanos muertos el pánico inyectado en los ojos de los norteamericanos tomados como prisioneros, tuve la rara certeza de que hay ideas que suben a la superficie de la conciencia colectiva recién cuando se quiebran, cuando estalla la paradoja que encubren, cuando se asientan en un debilitamiento de su propio sentido. Quiero decir: seguramente la primera víctima de toda guerra es la verdad, pero también, seguramente, el hecho de que en esta guerra esa frase sea tan frenéticamente revisitada indica que, esta vez, al menos una forma de la verdad está pugnando por encontrar, literalmente, su aire.
El viernes, la televisión francesa emitió un documental sobre la señal Al Jazeera, desde su sede en Qatar. Por esos burdos estereotipos made en Washington que sobrevuelan nuestras mentes, me imaginaba otra cosa. Esos estereotipos han logrado que asimilemos “lo árabe” con la metralleta trabada, los hipotéticos laboratorios de los que saldrán bichos minúsculos a contaminar Occidente, el turbante harapiento flameando en el desierto, la oración desquiciada con mirada a La Meca, el frenesí catatónico fundamentalista, el poderío nuclear disimulado en bunkers de puertas oxidadas, en fin, el comic negro para dar cuenta de miles de Bin Laden diseminados al otro lado del mundo.
La imponente entrada de Al Jazeera, con sus letras doradas, la tecnología impecable de sus estudios, sus periodistas formados en capitales europeas, el tráfico incesante de información, el tono hiperprofesional de sus presentadores, la elegancia y la pulcritud de sus instalaciones, las camisas de corte perfecto de todos sus empleados, todo eso, ubicado en el extremo opuesto del pasquín mecanografiado o el video movido surgido del voluntarismo ideológico, me dio una idea más realista de esto que está pasando y que comenzó a pasar mucho más crudamente dos días después, con esas imágenes de los soldados norteamericanos muertos o prisioneros dando la vuelta al mundo: el surgimiento de un contrapoder informativo, sostenido no por los árabes desharrapados sino por los dueños de la riqueza regional, se ha convertido ya en un factor desestabilizante de la historia oficial que hemos consumido a lo largo de los años cada vez que a los marines del Norte se les ocurría ir a impartir lecciones de civismo a algún lugar exótico.
Mariano Grondona no decía que “la primera víctima de la guerra es la verdad” cuando la verdad era la de la CNN. Lo dijo el domingo, ante el estupor absorbido en Nueva York por esas imágenes que difundió Al Jazeera. Fue muy fuerte ver los cuerpos inermes agujereados, desvestidos, ya ausentes de esa escena que los reenviaba al mundo para mostrar una parte de la verdad antes escamoteada. Pero fue mucho más fuerte todavía el casi existencial interrogatorio al que eran sometidos los prisioneros: “¿Cómo se llama?, ¿de dónde viene?, ¿por qué está aquí en Irak?”. Todos contestaban: cumplo órdenes. Eso era todo, pero alcanzó para que quienes dieron esas órdenes, Bush, Rumsfeld, Blair, comenzaran a desgranar la estúpida pantomima argumentativa según la cual pareciera que es ésta una guerra en la que sólo un bando tiene derecho a guerrear. La apelación a la Convención de Ginebra sonó obscena en boca de quienes se han burlado de todos los consensos internacionales. Cierta locura deambula por sus cerebros. Cierta desmesura delirante. Se han dado máquina entre cuatro y ahora ahí tienen los muertos, los prisioneros temblorosos que saben por qué están en Irak pero no pueden confesarlo porque, ¿qué dirían?: ¿vine a liberarlos del tirano?, ¿vine a asegurarle a mi país el subsuelopetrolífero del suyo?, ¿vine a aplastar a este país porque mi presidente presume que tal vez Estados Unidos algún día será agredido por Irak? Las imágenes de esa zozobra fueron producto del contrapoder informativo consolidado y competitivo de una señal árabe perfectamente entrenada, tanto y tan bien como la CNN, para mostrar la parte de la verdad que les convenga a ellos.
Es cierto que la verdad es un bien escaso en una guerra, pero ahora que la estamos repitiendo, la frase es menos cierta que cuando Estados Unidos mató a miles de afganos o cuando inflamó el Golfo Pérsico hace una década. Que sepamos que la verdad es esquiva en una guerra es un hecho que conspira contra los intereses de Bush. De algún modo, una rápida victoria norteamericana lo que pondría de manifiesto es la naturaleza perversa de esta guerra: significaría que Saddam no tenía necesidad de ser desarmado. Dios o Alá nos protejan de las decisiones que se tomen allá arriba (en el norte, no en el cielo) cuando adviertan que es necesaria alguna catástrofe para volver a insuflar patriotismo entre los carpinteros y los plomeros norteamericanos. El filósofo esloveno Slavoj Zizej, que estudia el cine catástrofe norteamericano no como un producto cultural sino más bien como un síntoma social, advertía hace unos meses que las catástrofes funcionan en Estados Unidos como un moco ideológico: ante ellas los norteamericanos se re-enamoran de sí mismos. Los árabes no han desarrollado aún tanto y tan bien su industria cinematográfica, pero las catástrofes reales a las que son sometidos desde hace décadas les han permitido desarrollar el arma con la que Estados Unidos no contaba y que puede ser decisiva: la de la información. La primera víctima de esta guerra ha sido la verdad monopólica norteamericana.

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