EL MUNDO

Rumsfeld, el señor de la guerra

Por Ernesto Ekaizer *

Qué pueden tener en común personas tan diferentes como el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell; el general norteamericano en retiro Anthony Zinni, o el presidente francés, Jacques Chirac; el canciller alemán, Gerhard Schröder, el primer ministro británico, Tony Blair, o el financiero George Soros, José María Aznar y la nuera del magnate Steve Forbes? Todos comparten, al menos, la aversión por Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de EE.UU. Y casi todos por lo mismo: si tienes la mala pata de tener algo que ver con él, políticamente hablando, será difícil que no te deje con el culo al aire. El señor de la guerra, para usar una expresión del militarismo chino, es la única persona que ha tenido la oportunidad de mandar sobre el Pentágono en dos ocasiones: una, en 1975, cuando el presidente Gerald Ford lo convirtió a los 43 años en el secretario de Estado más joven en la historia, y dos, 26 años más tarde, en 2001, cuando George W. Bush le volvió a nombrar, con 69 años, para el mismo puesto.
Si se han de creer las teorías en boga, lo que está ocurriendo estos días ya estaba escrito en las hojas del té de los tres personajes claves del actual gobierno: Rumsfeld, su segundo en el Departamento de Defensa, Paul Wolfowitz, y sobre todo el vicepresidente, Richard Cheney. El cuarto de esta banda es Richard Perle, ex asesor del gobierno israelí y ahora ex presidente del Consejo de Política de Defensa del Pentágono.
Rumsfeld era asesor del presidente Richard Nixon en 1969, cuando conoció a Dick Cheney. Fue un flechazo. Rumsfeld, a quien sus amigos llaman Rummy, nombró a Cheney su asesor especial. Más de 30 años después, tras una dilatada y afortunada vida en el mundo de la empresa, casado, con dos hijos y cinco nietos, Rumsfeld fue fichado por el presidente Bush a sugerencia de su vicepresidente, Cheney. Rummy es un hombre alto, atlético, aficionado a la lucha libre y apasionado por la Marina (estuvo en la Armada entre 1954 y 1957, primero como piloto y luego como instructor de vuelo), que por el estilo de corte de pelo y de vestir parece un personaje de los años cuarenta. Hijo de un ejecutivo de Chicago, aunque se graduó en la Universidad de Princeton y suele exhibir un perfil de profesor, sus maneras son más propias del mundo empresarial en el que se exilió con gran éxito –en la farmacéutica G. D. Searle & Co., y la General Instrument Corp.– tras la derrota de los republicanos en 1976.
Es posible que las hojas de té de su amigo Paul Wolfowitz, su segundo en el Departamento de Defensa, permitieran vaticinar hace ya tiempo que Irak estaría en la mira. Wolfowitz, quien trabajó largos años en puestos medios del Pentágono, escribió durante la presidencia de Jimmy Carter varios informes en los que señalaba el objetivo de Irak como algo vital para la seguridad de Estados Unidos. Pero en aquella época, finales de los años setenta, la preocupación de Wolfowitz estaba en la lógica de la situación geopolítica. Porque Estados Unidos veía con preocupación la caída del sha de Irán y la revolución del ayatola Jomeini. Había un riesgo potencial de control de la situación por parte de la Unión Soviética.
A finales de diciembre de 1983, en medio de la guerra entre Irak e Irán, el presidente Ronald Reagan envió a Bagdad a uno de sus asesores de más alto nivel, un hombre que había dejado el sector privado para regresar a la política: Rumsfeld. Hacía ya 16 años que Irak había roto relaciones con Washington, en 1967. “Cuando me encomendaron el trabajo –dejó constancia Rumsfeld en un documento secreto–, miré el mapa y hablé con gente. Y concluí que Irak era un país que deseaba visitar. Tenemos intereses que son similares, y merecía la pena hablar tanto de las coincidencias como de las diferencias.” La noche del 19 de diciembre de 1983, Rumsfeld se reunió dos horas y media con el ministro de Asuntos Exteriores y viceprimer ministro, Tarek Aziz. –No estoy aquí para establecer relaciones diplomáticas. Esto debe decidirlo cada nación por sí misma. Tenemos áreas de interés común, como la seguridad y la estabilidad en el Golfo, en peligro por la revolución iraní. EE.UU. no tiene interés en una victoria de Irán. Al contrario, no queremos que la influencia de Irán se expanda a costa de Irak.
Hablaron largo sobre Líbano, Siria, Egipto y Libia. Salió el tema del petróleo.
–Las exportaciones iraquíes constituyen un asunto importante. Sería bueno aumentar los niveles actuales –sugirió Rumsfeld.
Tarek Aziz dijo que era necesario un oleoducto a Arabia Saudita.
–Eso no costaría más de 2000 millones de dólares –aseguró el canciller.
Rumsfeld habló después de la amenaza terrorista internacional, los extremismos y el conflicto árabe-israelí.
Tarek Aziz fue directo:
–No habrá solución a menos que EE.UU. negocie con la OLP.
Luego pasaron a la guerra entre Irak e Irán y las posiciones de la ONU.
–Nuestro deseo es que haya una mediación para que la guerra termine. Hay cosas que dificultan nuestro apoyo a ustedes [en la ONU]. Como la escalada en el uso de armas químicas en el Golfo. Y los derechos humanos.
Aziz, como si oyera llover: sin comentarios. Y Rumsfeld no quiso ser pesado.
El 20 de diciembre, Saddam Hussein recibió a Rumsfeld. La conversación duró hora y media. El dictador dijo que su canciller ya le había informado sobre la entrevista de la víspera y agradeció la carta que le enviaba el presidente Reagan.
–EE.UU. está intentando que nadie venda armas a Irán –dijo Rumsfeld después de manifestar su apoyo a Irak en la contienda.
–Libia y Siria han actuado como intermediarios en varios contratos de venta de armas a Irán. Hace poco lo hicieron en una operación de municiones de España –protestó Saddam.
–Los países que actúan así son muy cortitos. Se aferran a una simple operación comercial y no se dan cuenta de que va en contra de sus intereses fundamentales –asintió Rumsfeld.
El enviado del presidente Reagan analizó después el fenómeno del terrorismo.
–Las naciones que exportan terrorismo y extremismo deben ser reconocidas como tales. La gente tiene que saber que el terrorismo tiene un hogar –en Irán, Siria y Libia– y tenemos una posición muy firme en este asunto.
Ambos desplegaron el mapa de toda la región. Se explayaron. Y la reunión terminó. Rumsfeld no dijo nada del uso de armas químicas en la guerra contra Irán. ¿Para qué? Ya se lo había dicho al canciller.
“Lo mínimo que se puede decir es que el uso de armas químicas no era por aquella época un aspecto relevante para la política de la administración Reagan,” dijo a El País Joyce Battle, del National Security Archive. “El cambio, a la luz de lo que la administración de Bush dice estos días, ha sido espectacular”, añadió.
Unos meses después, en 1984, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas analizó el borrador de una resolución en la que se condenaba al régimen iraquí por el uso de armas químicas contra Irán. Los funcionarios norteamericanos e iraquíes analizaron las posibilidades. Y acordaron un texto para llevar al Consejo. Sólo se mencionaba genéricamente una condena al uso de armas químicas. El nombre de Irak no figuraba. Peor aún. Aquella visita de Rumsfeld marcó un relanzamiento de las relaciones Washington- Bagdad. Paralelamente a la guerra entre Irán e Irak, que duró hasta 1988, las empresas norteamericanas vendieron a Irak agentes biológicos, incluyendo ántrax. El Departamento de Comercio dio el visto bueno a ochoembarques con agentes que podían tener usos significativos en la guerra biológica. Irak fue el destinatario de al menos 72 cargamentos de clones, gérmenes y agentes químicos para uso en la guerra química y biológica.
En La misión, un libro publicado hace pocas semanas, Dana Priest, periodista de The Washington Post, relata una anécdota que puede ilustrar lo que pasaba por la cabeza de Rummy en el verano de 2001. Entonces encargó a una institución privada un amplio estudio sobre los grandes imperios de la historia: Macedonia bajo Alejandro el Grande, la Roma republicana y los mongoles. Las preguntas a contestar eran muy simples: ¿cómo mantener el poder de un imperio?, ¿cuál es la mejor manera para conservar su capacidad de dominar el mundo? El panel de expertos concluyó: “EE.UU. no puede evitar la historia. No vamos a ser una excepción. Todos los estados predominantes creyeron que su poder sería eterno. Todos fracasaron”.
El 10 de septiembre de 2001 Rumsfeld seguía embarcado en la reforma del Pentágono. Los militares debían subordinarse a civiles que, a diferencia de Clinton, ofrecían la “claridad moral” cuya ausencia había denunciado cuatro años atrás. Ese día, evoca Priest, Rumsfeld reunió a 23.000 empleados del Pentágono y atacó a la “burocracia parasitaria”, que era “una amenaza a la seguridad nacional.” Al día siguiente, 11 de septiembre, dos aviones se precipitaron contra las Torres Gemelas y un tercero se lanzó sobre el Pentágono. Allí, en su despacho, como todas las mañanas, estaba Rumsfeld. Mantuvo videoconferencias con Bush y con Cheney, y pidió a los generales su opinión. “El mundo cambió para los norteamericanos, y la visión de Rumsfeld se modificó en una hora”, escribe Priest.
Rumsfeld viró a toda máquina. El primer objetivo debía ser Afganistán. El segundo, Irak. En el camino, EE.UU. debía mantener el apoyo a la tremenda presión de Ariel Sharon contra la Autoridad Palestina. Una vez controlada la situación en Afganistán, Rumsfeld comenzó a preparar en el Pentágono la campaña contra Saddam. Todo el trabajo estratégico de los militares, por profesional que fuera, debía ser sometido a la opinión del responsable político de Defensa. Su opinión, por otra parte, exigía hacer muchas preguntas y someter a los generales a preguntas precisas. Rumsfeld se convirtió en el mariscal de campo de la guerra contra Irak. Los generales comenzaron a presentar sus papeles.
El 12 de septiembre de 2002, Bush acudió a la ONU. Y siete días más tarde envió al Congreso la nueva Estrategia de Seguridad Nacional. Sus tres principios: consolidación del predominio militar norteamericano de manera que ninguna nación pueda amenazar su poderío; disposición de EE.UU. a emprender guerras preventivas contra Estados que sean considerados una amenaza a su seguridad; inmunidad de los ciudadanos norteamericanos ante la Corte Penal Internacional. La letra pequeña: cambiar, si es necesario, un régimen por la fuerza. El primero en el banco de pruebas: Irak.
Unos días más tarde, Rumsfeld escribió en The New York Times: “Si, de salida, el apoyo público a la guerra es débil, los líderes de Estados Unidos deberán invertir su capital político para generar respaldo dirigido a sostener el esfuerzo durante el tiempo que se requiera”, explicaba.

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