–Sí, de eso se trata. Nuestra economía política se puede entender mejor si vemos que Brasil viene de una cultura esclavista, tengamos presente que ésta fue abolida sólo a fines del siglo XIX y fuertemente racista. Brasil es un país donde los derechos laborales siempre fueron encarados con desprecio por la clase media profesional y las elites. Esas franjas acomodadas, donde casi todos son blancos, se sienten naturalmente, y hasta étnicamente, superiores a los trabajadores manuales que son mayoritariamente mestizos o negros, herederos de la esclavitud, que se ganan la vida en actividades económica, simbólica y culturalmente devaluadas. Yo recuerdo cuantas críticas hubo contra la formalización de las trabajadoras domésticas, impulsada por Dilma. O contra la creación de cupos para negros en la universidad. Todas estas conquistas tuvieron que ser aceptadas con fórceps por las clases altas, acostumbradas a estándares de consumo de países ricos gracias a la enorme desigualdad brasileña y el costo inhumano de esos millones de personas pobres. Yo usaría esta expresión: el mayor problema de la economía política brasileña es la resistencia a todo tipo de cambio que beneficie a los sectores secularmente excluidos.

–Al hacer un balance de estos 4 gobiernos del PT no debemos dejar de elogiar al ex presidente Lula, él no sólo atendió las demandas de los trabajadores formales sino que llevó adelante una política hacia los trabajadores informales y los ciudadanos más pobres de Brasil. En realidad, Lula respetó lo que ya estaba previsto en la Constitución de 1988, pero que nunca había sido observada por los gobernantes. No perdamos de vista que en varios estados del nordeste los trabajadores estaban obligados a vender su mano de obra a valores indignos, y con la valorización del salario mínimo se estableció un piso que trajo un cambio real importante para mucha gente de esa región.