EL PAíS

Vida en La Cava

 Por Carlos Rodríguez

En la villa La Cava, la presencia del operativo de seguridad genera reacciones contrapuestas. Algunos admiten que el último fin de año no hubo que lamentar ninguna muerte entre las más de 12 mil personas que viven en este barrio de casas precarias, donde todos se sienten discriminados por las acusaciones que llegan desde afuera. “Salvar vidas es importante, porque durante cinco años seguidos siempre tuvimos algún muerto para fin de año”, dice Amalia, catequista de la parroquia de La Cava. Matías, de Barrios de Pie, si bien admite el dato como real, denuncia presiones y maltratos por parte del personal de Prefectura. Los destinatarios siempre son los mismos: “Los que trabajan en los comedores comunitarios y los jóvenes, entre ellos algunos adictos que son víctimas de la droga y no victimarios”. Otro aspecto cuestionable para Matías es que “acá se ha establecido un Estado de Sitio y eso no es algo para festejar”. Más allá de las discrepancias, todos coinciden en que la seguridad “no significa solamente poner uniformados para vigilar a los que vivimos en la villa; la seguridad pasa también por hacer cumplir el interrumpido plan de urbanización de La Cava, para pasar de villa a barrio, por garantizar la salud y la educación de todos sus habitantes, y por tomar medidas sociales para darle un futuro a la juventud”. Página/12 recorrió ayer la villa para recoger opiniones entre vecinos y representantes de organizaciones comunitarias.
Aníbal Fillippini es el párroco de la villa y su análisis apunta a las cuestiones de fondo relacionadas con la seguridad. “Lo que está haciendo el Estado tiene relación con una visión que proviene de los medios y que dice, más o menos, que La Cava es un aguantadero de delincuentes.” El sacerdote afirma que esa apreciación le “molesta mucho” porque “no se ajusta a la realidad”. En ese sentido, recuerda que el anterior comisario de la zona, ante una pregunta suya, le aseguró que en la villa “unos cuarenta o cincuenta chicos están en el delito, lo que equivale a menos del 1 por ciento del total de la población, que es de alrededor de 12.500 personas”.
Con ese antecedente, a Fillippini le molestó, al principio, el operativo. “También me parecía inútil, porque se anunció con anticipación y si uno pone el aviso un día antes, es difícil que se pueda detener a los que están en el delito, porque después del anuncio, todos se fueron.” A pesar de esa mala impresión inicial, el sacerdote cree que las cosas después fueron cambiando “porque las autoridades (se refiere al secretario de Seguridad Norberto Quantín) comenzaron a tomar contacto con las personas que vivimos acá y eso les fue dando un punto de vista distinto”. El cura defiende a los jóvenes, incluso a los que caen en el delito, porque “ellos son víctimas del negocio de la droga y las armas, que por otro lado no son negocios que puedan ser organizados desde la villa”. Afirma que la mayoría de los que viven en La Cava “buscan salir adelante trabajando a pesar de las condiciones adversas”. En cuanto a los que caen en el delito, él cree que “no es imposible su recuperación, si se piensa en ayudarlos y no sólo en la represión”.
Juan Carlos nació en la villa hace 28 años y hoy está casado con Fernanda. Según Juan Carlos, el trato del personal de seguridad “fue bueno, no molestaron mucho” a los vecinos. El entiende que los resultados “son positivos”, pero que también es necesario “encarar otros problemas, como las inundaciones por la falta de desagües, porque la solución no pasa por venir a reprimir”. Fernanda toma la palabra y su mensaje es muy claro: “Es cierto que ahora no hay gente caminando por los techos, algo que nos asustaba mucho porque tenemos dos hijos chicos, pero es preciso que se ponga el acento en la educación, en las cuestiones sociales, porque acá lo que falta son redes de contención para los más jóvenes. Hay que ayudarlos a tiempo y ellos están exigiendo que se los trate como a personas. Ellos nunca tienen una oportunidad y eso genera mucha bronca. Acá pasan cosas muy tristes y los políticos sólo se acercan cuando hay elecciones”. Amalia, una mujer mayor con muchos años viviendo en la villa, asegura que tampoco le gustó, al principio, el operativo. “Era una represión para el barrio, aunque después fue cambiando a medida que los vecinos iban conversando con las autoridades” nacionales. Ella también cree que la solución debe pasar “por la educación, por urbanizar el barrio, porque es imposible construir cuando vivimos uno sobre el otro. Acá no hay espacio para la juventud y eso es lo más negativo”. De todos modos, cree que con el operativo se pudo lograr “que los chicos pudieran volver a jugar en los pasillos y que nosotros pudiéramos salir a tomar mate como lo hacíamos antes, sin andar pensando que puede pasar tal o cual”.
Tolentino Domínguez es miembro del centro comunitario que desde hace años viene trabajando para convertir a la villa en un barrio. “Teníamos un plan en seis etapas para construir viviendas en terrenos aledaños, ir abriendo calles y terminar con la villa, pero sólo se pudo ejecutar la primera etapa; el gobierno provincial a partir de 1992, cuando Antonio Cafiero le deja el mandato a Eduardo Duhalde, cambió la política y dejó sin efecto el desalojo de dos terrenos donde se iban a construir las nuevas viviendas”. El proyecto comenzó a analizarse en 1984, en 1986 finalizaron los estudios y en 1989 se entregaron las primeras viviendas, pero después los terrenos fueron ocupados por el Club Hípico del Norte y por la asociación tradicionalista El Lazo.
La Justicia había determinado que esas tierras debían ser desocupadas por las entidades, consideradas usurpadoras, pero después el propio gobierno provincial firmó un acuerdo con ambas para que “sus directivos compren el terreno”. Tolentino se indigna frente a esa posibilidad: “¿Cómo pueden tener derecho a comprar tierras que nos fueron adjudicadas a nosotros y que nosotros no queremos vender porque las necesitamos?”. Para Tolentino, la apertura de la villa es fundamental para la seguridad: “El barrio se habría depurado solo si nos hubieran dejado concretar el sueño de las viviendas. Lo grave es que no se están cumpliendo los acuerdos ni la decisión de la Justicia, y eso genera bronca porque es una discriminación que estamos sufriendo todos nosotros”.
Volviendo al operativo propiamente dicho, Claudia cree que hoy “las cosas no son como al principio y los uniformados ya no actúan bien. El otro día pedimos ayuda para sacar a un inválido en medio de la inundación y nos dijeron que ése no es su trabajo. Ni siquiera llamaron por radio a otro organismo. Además, está muy claro que los mismos que nosotros sabemos que están en la droga o en los robos, entran y salen, se saludan con los vigilantes y todo está muy bien entre ellos”. A David, de Barrios de Pie, igual que a Matías, le parece que los de Prefectura “tratan muy mal a los chicos que son adictos a las drogas, les pegan sin tomar en cuenta que ellos también son víctimas, mientras que los que venden la falopa siguen moviéndose sin ningún problema”.
David asegura que también hay maltrato hacia mujeres y hombres que trabajan en los comedores comunitarios que dependen de las organizaciones barriales. En ese sentido, Matías agrega que “a los pibes que se drogan los apuntan con armas, y a los que trabajan en los comedores los amenazan y los golpean”. Para Matías, “el operativo no está bien” en tanto supone que “se ha implantado, en la villa, el Estado de Sitio y eso no es algo para festejar”. La gente de Barrios de Pie cree que se está “criminalizando la pobreza” y que muchas cosas “se manejan mediáticamente y no se sabe lo que realmente pasa”.
Amalia interviene para decir que el operativo sirvió, a fin de año, para “evitar la pérdida de vidas, algo que venía pasando desde hacía mucho”, pero acordó con Matías en que “hay mucho que hacer para que termine la discriminación por raza o color, para que las empresas privatizadas se interesen por arreglar acá las cosas que están funcionando mal. No vienen porque dicen que esto es una villa y no hay seguridad”. Matías dice que, a pesar de las buenas intenciones que se puedan tener o no, “lo cierto es que los prefectos tratan de un modo a la gente que pasa por las avenidasque rodean a la villa y de un modo muy diferente a la gente que entra a la villa. Eso no se cambia sólo con seguridad o con buenas intenciones”. María Antonia, asistente social, coincide en que adentro de la villa se reproducen los mismos modelos del resto de la sociedad: “No hay una política de integración entre el afuera y el adentro (de la villa), y también es cierto que se persigue más a la víctima de las drogas, que a los que trafican”.

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