EL PAíS

Mala ley con malos modos

 Por M. W.

Alegar que se reclama una facultad acotada, excepcional, numéricamente mínima mientras se busca implementarlo vía una ley que regirá para siempre y que no establece ninguna limitación temporal o cuantitativa es, por lo menos, una contradicción en los términos. Ese notorio defecto de la propuesta oficial de ampliar las “facultades especiales” (a las que todos en el barrio llaman “superpoderes”) bastaría para signar su inoportunidad.

Pero el oficialismo no sólo propone una mala ley: la propone del peor de los modos posibles. Elige la confrontación frontal, el abroquelamiento en sus mayorías parlamentarias y una agresividad arrogante dirigida a todos los que no condicen con sus designios. Ese “todos” no sólo concierne a la oposición política: de hecho no se ha escuchado una voz a favor de la ley en cuestión en el mundo de la opinión, de intelectuales no orgánicos, de las organizaciones profesionales, de la academia. Sólo aquellos que militan en el kirchnerismo o prestan funciones en el Gobierno encuentran virtudes al polémico proyecto. Es un detalle significativo que el Gobierno elija el desdén para todo emisor que no sea oficialista rabioso.

La estridencia del debate político, según la percepción impresionista de este cronista, es muy desproporcionada al impacto real del entredicho en la agenda de los ciudadanos de a pie. Da la impresión que casi nadie conoce cabalmente qué se discute. El mérito por la incomprensión ciudadana es compartido por los voceros del oficialismo y la oposición. Ya que de ésta hablamos, resaltemos que la inmensa mayoría de los opositores tiene escasa legitimidad para indignarse por la persistencia de un recurso que utilizó cuando gobernó. Su conducta previa debería inducirlos a la ponderación y no a la desmesura.

En medio de la grita, el politólogo Edgardo Mocca dio en la tecla al consignar en la revista Debate que “la deliberación política no es debilidad” y que el núcleo del problema es “el estilo político”, no la controversial inconstitucionalidad del proyecto de reforma. Empacarse en reglamentar la constitución a los pechazos, sin buscar consensos previos, valiéndose sólo de las mayorías parlamentarias es un mal modo de consolidar institucionalidad, una tarea en la que el Gobierno está en mora. Sin contar que, otra contradicción flagrante, el Gobierno por un lado ningunea al Parlamento y luego se vale de su contingente primacía en él para imponer sus anhelos.

Si se bajaran los decibeles y se propusiera facultades recortadas, por sumas tarifadas necesarias para el cabal ejercicio ejecutivo, sería otro cantar. La oposición, cuyo tono apocalíptico y su falta de propuestas son todo uno, se vería en figurillas para apoltronarse en su perfil denuncista. Pero el oficialismo prefiere el camino de todo o nada, que en algún sentido también seduce a sus antagonistas. La idea de que puede haber alternancia en el poder, de momento, no impacta mucho en el imaginario oficialista ni en el opositor. Esa carencia sistémica no marca la muerte de la República pero la deja muy maltrecha.

Los moradores de la Casa Rosada no lo dicen a los gritos pero creen que .la gente. se embelesa con su decisionismo, que la excita el ejercicio del poder, así sea prepotente y hostil al diálogo. Es posible que así ocurra en circunstancias de crecimiento económico, Carlos Menem y la propia dictadura militar conocieron ese viento de cola. Pero la cita de esos infaustos antecedentes obliga a ser más cauto y constructivo con el fervor delegativo cuando le pone ruido a la lógica democrática. Con amable sarcasmo el sociólogo Eduardo Fidanza dijo que en tiempos de bonanza buena parte de la clase media deserta del ágora para tomar posiciones en los shoppings (la cita no es textual, pues la frase fue escuchada a través de un medio electrónico). Esa inclinación hedonista no debería ser leída por un gobierno que se reclama nacional, popular y democrático como un avance sino como un desafío a superar.

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