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La mano de Alberto

 Por Horacio Verbitsky

El conflicto con la justicia comenzó a desarrollarse el 16 de enero y merece un breve recuento, ya que de su desenlace depende la continuidad o el alejamiento del miembro más poderoso del gabinete. La influencia de este joven profesor adjunto en la Facultad de Derecho deriva de la relación personal con el presidente, a quien acompaña desde los tiempos en que era gobernador en el sur del país. Fue uno de sus principales colaboradores ya durante la campaña electoral por la presidencia y una vez en el gobierno nacional su asesoramiento fue decisivo para la toma de las decisiones fundamentales del Poder Ejecutivo. Esto ha hecho de él objeto de celos y críticas por parte de quienes piensan que el presidente podría disponer en un cargo tan importante mejor calidad de asesoramiento, que le evitara la comisión de errores que, en la actual situación, pueden tener un elevado costo político.

Cualquier intromisión de la rama política en la conformación y en las decisiones del Poder Judicial es vista con recelo. Sobre todo cuando se trata de la remoción de funcionarios con una trayectoria prestigiosa en los tribunales y que tienen a su cargo la investigación de casos de corrupción que afectan a amigos personales o políticos del presidente. El diario más apreciado del país ha reconocido que en los primeros años del gobierno fue demasiado complaciente con las versiones oficiales. A la autocrítica ha seguido la voluntad de enmienda, con el relevo de figuras prominentes de la redacción y una nueva actitud, más afín con las tradiciones republicanas. Esto afectó la posición de Alberto, que hasta ahora había contado con esa indulgencia periodística. El presidente le ha ratificado la confianza pero ha tomado distancia de sus decisiones y, si su responsabilidad resultara demostrada, éstos podrían ser sus últimos días como hombre fuerte del gabinete.

El 16 de enero se supo que el Departamento de Justicia separó de sus cargos a varios fiscales federales, entre ellos Carol C. Lam, de San Diego, quien estaba investigando actos de corrupción cometidos por el ex diputado republicano Randy Cunninghamm, y Kevin V. Ryan, de San Francisco, que en ese momento llevaba una causa contra directivos de grandes empresas que se habían autoadjudicado premios en acciones con fecha anticipada. Alberto Gonzales declaró en forma solemne que “de ninguna manera estamos politizando estos temas”. En una carta enviada a la subcomisión de justicia del Senado, el Attorney General (el cargo de Alberto reúne algunas funciones que en el ordenamiento argentino corresponden al Procurador General y otras del ministro de Justicia) agregó que no se había adoptado ninguna medida contra los fiscales como represalia o para interferir o influir en forma inapropiada en ningún caso, civil ni penal. Los demócratas dieron entonces la nómina de otros fiscales a quienes se les había pedido la renuncia, hasta acercarse al diez por ciento de los 93 fiscales federales del país. Invocando la Ley Patriótica, sancionada con el alegado propósito de combatir al terrorismo, Alberto pudo designar sucesores interinos, sin acuerdo del Senado, en el que los Republicanos perdieron la mayoría.

El 28 de febrero uno de los fiscales despedidos, David Iglesias, de Nuevo México, dijo que lo echaron porque durante la campaña electoral resistió presiones para acusar por corrupción a un ex legislador demócrata, en un contrato para construir un nuevo palacio de justicia. El 13 de marzo se conoció un e-mail de un funcionario de la oficina de la asesora legal del Presidente W. Bush al jefe de gabinete de Alberto Gonzales, Kyle Sampson, en el que le informaba de la aprobación del plan para despedir a los fiscales poco cooperativos con el gobierno. Para seleccionar a las víctimas se tomó en cuenta la lealtad al presidente y a Alberto, según los documentos que el gobierno debió entregar al Congreso y que muestran que la elaboración de las listas insumió dos años, con comunicaciones constantes entre la oficina de Alberto y la Presidencia. El jefe de gabinete albertista renunció y el jueves fue interrogado en una audiencia en el Senado. Por un lado, Sampson explicó que cuando se refería en sus e-mails a “leales bushistas” o a “lealtad al presidente y al Attorney General” quería decir lealtad a sus políticas y prioridades. Pero reconoció que a los “observadores externos puede haberles parecido que los fiscales eran reemplazados por su rol en la persecución de casos sensibles de corrupción”. El 26 de marzo, Gonzales negó haber participado en ninguna reunión para evaluar a qué fiscales despedir. El jueves 30 su ex jefe de gabinete lo desmintió: Alberto estuvo presente en la reunión del 27 de noviembre en la que se trató el tema. “Recuerdo haber discutido con él la remoción de algunos fiscales, y haber salido de la sala de conferencias junto con él”, dijo en el Senado. También tuvo que reconocer un mail suyo en el que afirmó que el principal asesor presidencial, Karl Rove se había interesado por la designación de un colaborador en reemplazo de uno de los cesantes. Sampson confesó que él mismo propuso incluir en la lista negra al fiscal de Chicago Patrick Fitzgerald, quien estaba investigado las filtraciones que identificaron como agente de la CIA a Valerie Plame, en represalia contra su esposo, el diplomático Joseph Wilson que negó uno de los informes que llevaron a Bush a afirmar la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Fitzgerald interrogó varias veces a Rove y su investigación condujo a la condena del jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney, Lewis Libby. El diario The New York Times, que en las últimas elecciones hizo público su apoyo al derrotado candidato demócrata John Kerry y que critica en forma tenaz al gobierno de Bush, publicó estas gravísimas revelaciones sobre la manipulación política de la justicia con título de tapa pero sólo a una columna, con el sobrio título: “Ex colaborador contradice la posición de Gonzales sobre los despidos”.

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