EL PAíS › EL REGRESO DE “EL ETERNAUTA”

Nevada de homenaje

 Por Federico Kukso

Muchos lo habrán pensado apenas la divisaron por la ventana, sobre el pavimento de las calles, sobre los techos o en el fondo de las casas, allí donde, con capricho, persistencia y copiosidad, desplegó abiertamente su capacidad sepultativa con la que cubre todo lo que se interpone entre el cielo y la tierra. La nieve sobre Buenos Aires –o Buenos Aires bajo la nieve– tendrá su explicación meteorológica y su veta televisiva pero también tiene su vuelta celebrativa. Al fin y al cabo, es ni más ni menos que el homenaje perfecto en los cincuenta años que celebra en 2007 la historieta argentina, El Eternauta de Héctor Oesterheld –detenido y desaparecido por la dictadura militar– y los dibujos tan verosímiles de Francisco Solano López. La historia de Juan Salvo y la invasión extraterrestre que azotaba a Buenos Aires atrapó a sus lectores a lo largo de cien semanas. El enamoramiento con la nevada de ayer fue instantáneo.

Más allá de la riqueza argumental de la historieta (su desenlace circular, el viaje en el tiempo) y los hallazgos creativos en los trazos de Solano López, la clave del éxito de El Eternauta bien puede encontrarse en la fuerte identificación que provoca en el lector con los escenarios y con las costumbres de los personajes (una partida de truco en algún lugar del Gran Buenos Aires). Desde ya, no es lo mismo ver cómo la batalla entre el ejército de los “Ellos” (los Cascarudos, los Gurbos, los Hombres-robots, los Manos) y Juan Salvo se despliega en medio del estadio de River Plate, en la General Paz o en la Plaza Italia que presenciar un desembarco alienígena –como suele ocurrir en amplio universo de la ciencia ficción– en Time Square o Los Angeles.

El Eternauta, en verdad, tiene varias lecturas (según la edad, según el momento mismo en que caiga en las manos). Aun así, se puede decir que la primera tal vez sea más consumista y la segunda, reflexiva. Ahí aflora la interpretación, el ver en los hechos y circunstancias de la historieta algo que excede el papel y la tinta, que tiene una referencia directa a la época de publicación –1957– (o como los semiólogos dicen, las condiciones de producción). Es en realidad la naturaleza sígnica de todo discurso: porque en Salvo no sólo se ve a alguien que resiste, la cara visible del héroe colectivo que rompe con el mandato del sentido común, el “sálvese quien pueda”; es, como lo aclaró en su momento Oesterheld, la versión argentina de Robinson Crusoe que sortea la soledad y se arregla con lo que tiene. Así, en la nieve fosforescente que cae sobre el país y que al tocar, mata, en vez de leerse sólo como un arma, se la puede divisar (en su lectura política) como metáfora de la dominación (y el posterior silencio cómplice), una especie de premonición de las épocas oscuras que por entonces se avecinaban sobre el país. Por eso, las lecturas políticas de El Eternauta y sus continuaciones son distintas: porque cada discurso encapsula de manera única su tiempo y su espacio.

Pero lejos de caer en una interpretación unidimensional de un evento meteorológico, la nieve –que a diferencia de las oleadas de calor, las inundaciones y el granizo, provoca alegría y asombro– también es la expresión más visible y palpable de la arquitectura de la naturaleza. Ver un cristal de nieve bajo el microscopio es toda una experiencia perceptiva: como las nubes, los árboles, las montañas, las costas y los ríos, la nieve y sus copos son fractales naturales, una de las formas más repetidas (y deslumbrantes) en el universo. Los fractales –término ingeniado por Benoît Mandelbrot en 1975– son figuras geométricas, como los rectángulos y triángulos, que invadieron todas las ramas de la ciencia de la mano de la teoría del caos. Y aunque se intente, nunca se podrá encontrar dos cristales de nieve iguales: son todos únicos e irrepetibles, como cada vez que uno se abalanza sobre El Eternauta, como cada vez que uno sale, levanta la cabeza y ve nieve.

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