EL PAíS

He vencido al mundo

 Por Horacio Verbitsky

Desde Roma, fuentes vaticanas anónimas dejaron saber que no controlarían la situación personal del embajador si Iribarne fuera el representante de un país musulmán. Es decir que lo que el Vaticano reivindica es el sometimiento eterno de todo bautizado a su jurisdicción. Algunos juristas medievales la extendían a todos los hombres, porque suponían que sólo por ignorancia no eran católicos. Aunque la potestad sobre los bautizados sigue formando parte del derecho canónico, por lo general carece de efectos prácticos. Pero esta inocuidad desaparece con la naturaleza de la embajada. En la práctica diplomática el necesario otorgamiento del plácet se refiere a ofensas, a deudas, pero no implica que el embajador esté bajo la jurisdicción del Estado que lo recibe. Tan explícito es el motivo del rechazo que el nuncio se deshizo en aclaraciones acerca de la ausencia de cualquier problema específico con Iribarne.

El episodio se enmarca así, además de su especificidad argentina, en la política antimoderna del papa Joseph Ratzinger. Desde su elección en abril de 2005, Benedicto acentuó el golpe de timón iniciado por Juan Pablo II, para impulsar la barca en dirección opuesta a la del Concilio Vaticano II. Su última encíclica, Spe salvi volvió a plantear el enfrentamiento con la modernidad. Este fue el núcleo de la posición eclesiástica desde la reforma protestante hasta el Concilio convocado por Juan XXIII para reconciliar a la Iglesia con el mundo. Como Pío IX en Quanta Cura y su anexo, el Syllabus de los errores, de 1864, Benedicto XVI rechaza el concepto de progreso, como una ideología nefasta y competitiva con la esperanza del más allá. La constitución Gaudium et spes, que fue el documento principal del Concilio, relacionó los esfuerzos por la vida, la justicia y el progreso con la esperanza de un reino después de la muerte. Spe salvi los pone en contraposición y llega a sostener que “lo que cotidianamente llamamos vida, en verdad no lo es” y menciona a Jesús diciéndole a sus discípulos: “Yo he vencido al mundo”.

Según la encíclica, los primeros cristianos recibieron como don una esperanza que determinó su conciencia, incomparable “con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones”. Ratzinger pide “una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo” pero también “una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces”. El hombre no será redimido por la ciencia, como creían Francis Bacon y los pensadores de la modernidad, sino por el amor, pero no por el amor humano, sino por el Amor de Dios.

Sin una imposición directa, que produciría resistencia, Benedicto intenta guiar a la Iglesia Católica de regreso hacia la misa en latín, de espaldas al pueblo, tal como describe el poeta latino Horacio el acto litúrgico del pontífice romano, que asciende la escalera hacia la divinidad y le habla de lo que ocurre abajo. Todo lo contrario de la última cena, donde una fraternidad se mira al rostro en un plano horizontal. El Papa alemán expresa decepción respecto del Concilio en el que hace más de cuarenta años fue un destacado teólogo, como si al abrir las ventanas hubiera producido éxodo, indefinición y conflicto. A los teólogos de cierta edad, que vivieron la renovación del Concilio y todas sus tensiones, la vuelta a este núcleo duro platónico les hace temer que el obispo cismático Marcel Lefébvre pase a ser un santo padre de la Iglesia, que a lo sumo tuvo un momento de error humano y de confusión. Pero sus sucesores podrán reclamar triunfales la exactitud de su diagnóstico, según el cual se puede dialogar con los modernos pero no con la modernidad.

El Papa también escribió en Spe salvi que Jesús “no era un combatiente por una liberación política”. Esta es otra respuesta al Concilio, en todo coherente con las que Ratzinger dispensó durante dos décadas como guardián de la ortodoxia. La duda sobre los próximos años en la Argentina es si este giro tan pronunciado del Vaticano se reflejará en una actitud belicosa del Episcopado contra el gobierno, al estilo de la que el cuerpo colegiado español plantea frente al moderado presidente José Luis Rodríguez Zapatero, o si episodios como el que protagonizó Baseotto y el que padeció Iribarne fijarán el tono de la relación. Es difícil hacer pronósticos, pero el modo en que las transformaciones de la sociedad argentina posdictatorial han moderado el triunfalismo de la institución eclesiástica permiten alguna esperanza, sobre todo si el Episcopado hace valer el peso de la colegialidad sobre la crispación de su presidente.

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