EL PAíS › OPINIóN

Asamblea por televisión

 Por Horacio González *

Consciente de la complejidad de sus propias operaciones, siempre a la televisión le atrajo explorar sus antípodas, el habla llana, directa, “al pan pan y al vino vino”. Habla De Angeli el viernes a la noche. Varios canales transmiten extensamente la asamblea de Gualeguaychú. El espectáculo es asombroso. Alfredo De Angeli ya es un personaje nacional. Hay chistes y comparaciones sobre la casi semejanza de su nombre con el del director de una conocida orquesta de tango, años ha. Por su estilo llano y rústico, gusta o no gusta. Gusta o no gusta, también, por su fraseo sin vueltas, rebencazos que van del desafío desmesurado al buen humor y el doble sentido. Todo en vivo y en directo.

Mezcla el ingenio chulo con innegable experiencia de los conductores de asambleas. Estos son una progenie extensa y fructuosa en la historia moderna. En De Angeli se fusionan el que distribuye la palabra y el que da la principal orientación de ideas. Son funciones que los movimientos sociales contemporáneos hace tiempo habían separado. Al reunirlas, De Angeli lo hace con labriega simplicidad. Exhibe un “chééé” numeroso y confianzudo, como amistosa reprobación si algo sale de lo establecido. Vimos en el cine argentino de vastos públicos esas inflexiones. Por momento lanza risueñas reprobaciones al ambiente de jolgorio de las asambleas, pero él también se divierte. Es el que reprime la chacota, pero deja entrever que también es un bromista elaborado, de los que suelen jugar con una fingida seriedad. Personajes inmemoriales, la sal y la vida de los pueblos.

El viernes a la noche apareció en la asamblea de Gualeguaychú un toro de circo, esqueleto móvil de lona con dos hombres adentro. Tauromaquia de cartón pintado, milenaria diversión popular con la que se entretuvo un rato para luego llamar al orden. De Angeli conoce su función. Atrae los micrófonos como nadie. Frente a él, Eduardo Buzzi, el otro nombre que se hizo famoso, parece un intelectual de escritorio y largas negociaciones, de prolijos latiguillos calculados, adecuado militante social del que el tiempo dirá si se sintió incómodo o no por el papel que estos idus de otoño le propusieron interpretar. Cita las nacionalizaciones de Evo Morales, pero se parece más a los separatistas cruceños.

Frente a la escena pastoral que emana de una caja de camión, vemos ahora a De Angeli. Con los aprestos de una muchachada en jarana y un rosario de mociones que parecen extraídas de un ameno repertorio estudiantil. Pero aquí es un juego pesado: emerge una nueva derecha social con imágenes y con estilos, por qué no, de una rápida izquierda con la que todo viejo argentino Vizcacha sabe coquetear. De ahí su paradojal encanto y su inopinada opacidad. No son la oligarquía, pero tampoco el pueblo. Son una palabra nueva, la voz remota de una indisciplina del propio Sistema. Una irrupción del lenguaje que en cierto modo era esperado, el folk inmoderado de una reacción conservadora que también saca su lenguaje asambleario de otros diccionarios: se escuchan palabras como citrícola junto a lejanos iconos payadorescos que estaban refugiados en una memoria televisiva marginal. Parecen igualitarismos a la Fourier, cuyos discípulos en el siglo XIX se habían interesado por las remotas cuchillas de Entre Ríos.

Pero De Angeli confunde; posee ideas sociales, puede recordar un libertarismo lejano y para quién guste de simplificaciones, ofrece un sorprendente, brusco despojamiento de la historia compleja de los problemas. La reduce de un chicotazo. Al cabo, aparece una peligrosa sustitución del argumento por un pintoresquismo, más parecido a los granjeros del middle west que a la herencia de Hernández o Ascasubi. No obstante, hay una ingenuidad sincera, un gozoso aire de reivindicación popular, una jacquerie aldeana sin oscurantismo medieval ni mesianismo a la Müntzer. Pero es una miscelánea de avidez económica y mitología de masas. Predomina una picaresca espontánea, delicia del cántico ancestral que homenajea la pródiga perspicacia del hombre rural sin latifundios, pero con un aguerrido, casi enfurecido sentido de la propiedad, quizá más que el abstracto financista agrario, un ausentista que ya había olvidado a Don Segundo Sombra.

Esos hombres tomando mate –ostensiblemente: todos lo tomamos aunque con más pudor– ofrecen la leal socarronería que en general un vasto poemario le atribuye al labrador, del peón mítico, aun si no es perseguido, aun si no es acosado por el juez de paz y la partida. Absolutamente no lo son ahora. Ellos ocupan intendencias. ¿Cuántas veces los ensoñamos? Hasta Sarmiento, que fingió no quererlos y los conoció en su veracidad última, los pinta en su credulidad formidable frente a la naturaleza y a los signos del paisaje.

La noche apacible cae sobre la asamblea. Se escuchan opiniones que emergen de una democracia agreste, válida, junto a la huella de barro seco de los tractores conspirativos. ¿Y qué dice el hombre del mes, ese De Angeli que regusta la unanimidad rápida, no profesionalizado, campechano, enfocado por las televisoras nacionales que parecen haber estado siempre allí? Dice que si a ellos “no le sacan más nada”, él dispensaría los subsidios adeudados, “no los quiere ahora”, y que entonces podrá pagar –ellos, ellos mismos– los servicios públicos, la policía, los bomberos, los maestros, y con creces, “el doble de sueldo”. ¿Escuchamos bien? Y luego de tal bonanza arrasadora, agregaría que ahora no es sólo la cuestión de la rentabilidad –esa cuestión no ha desaparecido, en tanto–, sino de la del “interior profundo”, el “federalismo”, en fin, la refundación nacional. El “movimiento nacional”, agrega Buzzi en un eco. Por fin los televidentes, la propia televisión, todos, ingresamos en la capa profunda de las cosas.

Lo profundo trata pues de una nueva idea de Estado, de organización nacional, de gestión total social –no lo dice así, lógicamente y escribámoslo con minúscula para no exasperarnos tanto–, todo emergiendo de una nueva ruralidad en la sociedad del espectáculo. ¿Es una idea de Estado dirigido, así, asambleariamente? No estaría mal, utopía seductora. Pero, en verdad, se trata de una dilución del Estado, un evaporamiento del que sólo quedaría una técnica de peaje y control caminero –paso de camiones “cada seis horas”, “internacionales no”–, en un ensayo de jacobinismo neoliberal, dichoso, de una derecha rústica con lenguaje e inflexión litoraleña –simpática, por tanto–, un neoliberalismo con votación por aclamación aunque con resultados coercitivos. A ese parlamento de la ruta 14, ese Estado alternativo, la televisión complaciente no le exige mucho. Ella también suele imaginar que es un Estado paralelo. Los muchachos aclaman, el caudillismo sin instituciones es vivaz, la gauchocracia cacerolera de los post-payadores admite al motociclista Reutemann, la escarapela prendida en la rentabilidad y una cucarda por haber reparado una escuelita en Junín al margen de ministerios y burócratas.

¡Suerte!, por fin no hay mediaciones entre la nación y la cosecha. ¿Para qué las grandes mentes argentinas del pasado, aún ligadas al mundo rural, dijeron que la nación no podía ser un conjunto de cabezas de ganado? Se quejan porque van a ocurrir los inconvenientes que ellos mismos, en parte, generan. Las tiradas desafiantes de los discursos de De Angeli son un punto de pasaje hacia una situación inadmisible, por fin un conjunto de amables quimeras campestres en la edad del agrobusiness con mezcla de “sociedad del conocimiento”, que se presentan con candidez, con boinas y monolingüismo sumario –diáfanos: debemos reconocerlo–, para proponerse el tractorazo del final, míster John Deere controlando la nación, cobrando impuestos y pagando doble salario. Tierno falansterio de leyenda que vendría con la enmarañada madeja de los atributos de una movilización socialmente elocuente y una sensibilidad, entre mate y mate, de neoderechas transgénicas.

Algo grave ha ocurrido. ¿De Angeli podría pintar al fin su casa –esta queja la ha manifestado– con la renta agraria reconquistada? ¿Repartiría trabajo con su llaneza dadivosa y administraría los salarios públicos sin intermediarios, ante la mirada de los pacientes camioneros del Mercosur? ¿Serán estos propietarios rurales, a un tiempo, los contribuyentes, los repartidores, los menestrales, los payadores, con su reina de Carnaval paseando entre magistrados? Bella transparencia ilusoria. En los hechos, una mendacidad ideológica. ¿Qué hacer? Se trata de hombres a los que intentamos comprender, y que en verdad comprendemos, a los que podríamos no reprocharles ahora su desmesura si no representaran un formidable retroceso colectivo, incalculable, trágico. Nos alertan sobre problemas reales desatendidos, de eso no cabe duda. Así que los escuchamos en su parlamento de la ruta 14, en el que casi expresan la ficción de un alegre estado secesionista.

Para discutirlos, aún faltan argumentos menos triviales, que deberán ser urgentes frente a esta égloga involutiva, neo-reaccionaria y, sin embargo, he allí lo terrible, con endechas donosas e iconografía de baile popular. Son el pueblo sin mediaciones. Caso por caso, lo reconocemos propio. Pero en su expresión tractorizada, propietaria, ciega a la historia, lo vemos alarmante, ingenuamente sombrío. ¿Federalismo? En vez de su mentalidad contable –que no consigue mitigar su real condición de movimiento social– y su apelación federalista –que no oculta su nacionalismo estrecho, abstracto, reutemaniano–, que vean a Alberdi, Juan Bautista, y revisen la décima palabra del dogma socialista escrita por este tucumano: antecedentes unitarios y federales de la Nación Argentina. Es mi moción de asamblea, compañero De Angeli.

* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.

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Imagen: Bernardino Avila
 
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