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Rutinas que dan gusto

 Por Mario Wainfeld

La expresión “rutinas democráticas” se las trae porque alude a aspectos deseables de las instituciones: la continuidad, la previsibilidad, hasta la serenidad. Pero el vocablo “rutinas” también remite al hastío o a hasta la falta de diversión, tan demandada en la sociedad de consumo. El Parlamento expresa, como pocas instancias, esa doble faz. A 25 años de reinstalación democrática, un gran debate aúna ingredientes repetidos. La sesión empieza tardísimo, los opositores se guardan hasta que haya quórum, la cantidad de discursos es insoportable para cualquier persona común, se vota al alba... para colmo se agregan mociones de orden, de privilegio o pedidos de homenajes. Ninguna de esas constantes faltó ayer en Diputados cuando se produjo uno de los debates más relevantes durante los gobiernos kirchneristas, quizá sólo comparable por su entidad y por la expectativa previa al referido a las leyes de la impunidad.

Pero hubo también tramos cúlmine. El mayor, al momento del cierre de esta nota (bien pasada la hora de la cena del viernes), fue el discurso de Agustín Rossi. El presidente del bloque del FpV rompió la inercia esperable, consignando una serie de reformas de sesgo progresista no ya al proyecto del Ejecutivo sino al dictamen aprobado de la Comisión. Se lo mejoró acogiendo algunos reclamos de la Federación Agraria, de intendentes y de dictámenes de minoría: la propuesta de segmentación de las escalas y la extensión de las devoluciones a los pequeños y medianos productores. Rossi expuso de modo encendido y coloquial. Dio cuenta de dos obsesiones a las que se consagró 24 x 24 con convicción y eficacia estas dos semanas: ampliar los márgenes de consenso y defender el proyecto político oficialista.

Hubo retórica y bulla. Los representantes del pueblo pulsean, negocian, quieren hacerse oír en un día que se presupone histórico. Las barras aportan calor y color al recinto, aunque trasgredieron varias veces el deber de escuchar sin interrumpir. Con rutinas o con buenas intervenciones (también lo fueron las de Claudio Lozano y Carlos Raimundi) se esbozó un saldo valioso.

El oficialismo consiguió, sudando la gota gorda, formar quórum con el aval de los peronistas divergentes que terminó liderando Felipe Solá. Y, de acuerdo con sus propias proyecciones (que varios opositores compartían, sottovoce), tenía buenas perspectivas de conseguir la aprobación de su propuesta (“media sanción” en jerga imprecisa pero extendida) descontando alrededor de 130 votos propios.

Pocas cosas más fastidiosas para un cronista que escribir sobre un hecho inconcluso. Pero debe hacerse. Aceptando la incógnita sobre el resultado y sobre un cierre prolijo de la sesión, al caer la noche se podía promediar que fue un acierto de la Presidenta y un alivio a la crispación dominante haber derivado al Congreso la resolución que detonó el conflicto. El cronista cree que fijar retenciones o cambiar sus escalas es una facultad del Ejecutivo. Pero la movida de Cristina Fernández de Kirchner logró “salir abriendo” de una encerrona asfixiante. También generó un precedente “pro Congreso” del que le será muy difícil desligarse en instancias ulteriores y similares.

El transcurrir de la discusión llevó a muchos actores, en especial dentro del oficialismo, a matizar sus posiciones. No aprobó a libro cerrado, no le tapó la boca a nadie, introdujo muchos cambios. Seguramente no serán suficientes para cerrar un entredicho tan exasperado. Pero es todo un avance.

La visibilidad y el pluralismo, virtuosas en sí mismas, además reorganizaron las internas del oficialismo, de la oposición y de las propias entidades agropecuarias. Esos magmas seguirán mutando.

Todo contrafactual es, en rigor, incorroborable. Así y todo, hay uno que al cronista le parece de cajón: muchas cosas se hubieran ahorrado, muchas hubieran sido mejores si se politizaba antes el conflicto, si se pluralizaba antes el debate, si se abría antes la cancha a más jugadores, en el Congreso o en cualquier otro ámbito de la democracia representativa.

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