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El peronismo y las jubilaciones

 Por Antonio Cafiero

El proyecto de creación de un Sistema Integrado Previsional ha provocado que algunos sectores opositores echen a circular diversas versiones acerca de una “extraña parábola” del peronismo respecto de las jubilaciones, sosteniendo que su propensión congénita a las contradicciones lo habría llevado –siempre con las peores intenciones– primero a generalizar los beneficios previsionales, luego a crear un sistema de capitalización y hoy a proponer la estatización del sistema. Mi participación en esas instancias me obliga a hacer algunas aclaraciones.

El peronismo fundacional creó un sistema equitativo y solidario. Como ministro de ese gobierno, puedo dar fe de que su propósito primordial era garantizar la dignidad de los trabajadores jubilados. En 1944 sólo el 7 por ciento de la población económicamente activa estaba afiliada a las distintas cajas de jubilaciones. Con el impulso de Juan Perón, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión y luego desde la presidencia de la Nación, ese porcentaje aumentó rápidamente con la creación de la Caja para Empleados de Comercio y la del Personal de la Industria, a las que más tarde seguirían las de trabajadores rurales, personal doméstico, autónomos, profesionales y empresarios. En menos de una década, la totalidad de la población activa había quedado cubierta. Los fondos en gran medida fueron colocados en títulos públicos de largo plazo.

Las cajas creadas funcionaron en forma independiente y dieron un superávit muy elevado. En 1953 una ley nacional confirmó su autarquía. Al año siguiente, el haber jubilatorio empezó a calcularse mediante una escala independiente de los aportes acumulados por cada beneficiario. Se abandonó la idea de capitalización individual y se pasó explícitamente a un sistema de reparto entre ingresos y egresos corrientes, lo que de manera equivocada fue considerado como un caso de “estatización”. Bien decía Perón, como puede verse en el video que profusamente hoy circula –engañosamente fragmentado y editado– por Internet y por algunos canales de televisión muy independientes: no se quiso “hacer un sistema previsional estatal”, ni mucho menos se pretendió usar con otros fines los recursos acumulados, como sí ocurrió a partir de la llamada Revolución Libertadora.

Ese sistema resultó penosamente despojado por los gobiernos posteriores. En efecto, si las cajas de jubilaciones de asalariados tuvieron entre 1950 y 1954 un superávit que rondaba el 4 por ciento del PBI (una proporción muy significativa del presupuesto público), el resultado se revirtió rápidamente tras el golpe de Estado y las cajas pasaron a exhibir un elevado déficit, especialmente desde la década siguiente. Este dato toma mayor importancia si se tiene en cuenta que a partir de 1955 la jubilación media se redujo en un tercio en moneda constante, a una tasa de descenso aún mayor que la de los salarios. Solamente la desinformación más fanatizada puede servir para afirmar que el peronismo “vació las cajas”.

Recién en 1968 el gobierno de facto centralizó la administración de las cajas, creando un sistema que duró un cuarto de siglo y que fue criticado frecuentemente desde una óptica absurda: se lo consideraba como si en lugar de ser un sistema de reparto fuera uno de capitalización. Sí fueron válidas las críticas cuando se señaló que los recursos se desviaron a otros fines diferentes a las jubilaciones y pensiones. Los resultados negativos eran visibles, al punto tal que hacia el final de la década de 1980 el haber jubilatorio valía menos de la mitad que en 1975.

En 1993 se ideó una reforma con un objetivo nunca alcanzado, al igual que tantas otras promesas que se hicieron para impulsarla y que hoy se repiten para mantenerla: el de promover el ahorro nacional para reemplazar la excesiva dependencia del capital extranjero. Siendo senador, esperanzado con la idea de poder revertir el proceso de desnacionalización de nuestra economía, voté en general por la reforma y rechacé varios artículos que consideré inconsistentes o contradictorios con la trayectoria histórica del peronismo. Fue un error, pero como bien decía Luis Barthou, “es más absurdo prolongar un error que cometerlo”. Presenté, sin embargo, varios proyectos para aumentar las jubilaciones de ese momento, para mejorar la seguridad de los fondos del sistema privado y el destino de sus inversiones y para que las AFJP no cobraran las comisiones al principio, sino al final y en función de los resultados de la administración de los recursos a ellas confiados. Los mismos que hoy declaman contra una supuesta “confiscación” han guardado un respetuoso silencio sobre la desproporcionada comisión que las administradoras rigurosamente cobraban. El principio implícitamente invocado por algunos es el de querer ser socios en las pérdidas pero nunca en las utilidades: nadie ignora que si el régimen privado fracasa se recurrirá al fisco, como actualmente ocurre. Hasta hace muy pocos días había un consenso casi unánime, por el que radicales, socialistas y aristas se mostraban firmes e incólumes en sus declaraciones en contra del sistema de capitalización. Por eso llama poderosamente la atención la súbita borocotización de los planteos. Se dice que la decisión del Gobierno de elevar al Congreso nacional este proyecto está ligada exclusivamente a problemas “de caja”. Sin embargo, si algún elemento falta para entender las razones del proyecto, basta saber que hoy el Estado aporta en más de tres cuartas partes de las jubilaciones privadas y que en los últimos años se aumentaron los haberes mínimos pagados con recursos públicos, se impulsó una ley de movilidad para las prestaciones y se incorporaron más de un millón y medio de beneficiarios que estaban fuera del sistema. Como resultado, la tasa de cobertura previsional de personas mayores de 65 años prácticamente se duplicó en tres años. En este mismo plazo, el gasto en prestaciones previsionales como porcentaje del Producto Bruto subió más de un tercio, algo que seguramente enfurece a quienes con ello perdieron evidencias para poder acusar al gobierno peronista de haberse desinteresado del destino de los adultos mayores. Igualmente, hubo algunos incansables y estoicos que usaron estos mismos datos para criticar la reforma propuesta, pues supuestamente intuyen como nadie sus motivos siempre nefastos. Se trata ciertamente de un argumento irrefutable: los peronistas siempre tuvimos las peores intenciones, nadie podría jamás demostrar lo contrario. En consecuencia, al presente, quienes se oponen a la reforma suelen oscilar entre una tenaz actitud intelectual del tipo “lo mío es mío” y un idealismo fundamentalista que en los hechos significa un desprecio absoluto por los derechos de millones de trabajadores jubilados.

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