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Errores y privilegios

 Por Mario Wainfeld

El “caso Noble” tuvo un giro sorpresivo, sí que justo, anteayer. La Cámara de Casación rechazó un recurso de los abogados de Ernestina Herrera de Noble, que decían actuar representando a Felipe y Marcela Herrera Noble.

Para ser más puristas, el Tribunal consideró inexistente la presentación porque los letrados, que decían patrocinar a los dos jóvenes, presentaron los recursos sin sus firmas. Se trata de un error garrafal, cuya sanción es inexorable.

Vaya una explicación para profanos. Se intentará que sea clara, seguramente a costa de saltear o simplificar tecnicismos.

Un abogado puede intervenir en un expediente como “apoderado” o “patrocinante” de su cliente. El apoderado, el vocablo lo indica, es designado tal mediante un poder, usualmente otorgado ante escribano. Le da competencias para realizar todos (o la inmensa mayoría de) los trámites. Es el medio más práctico, que ahorra buscar al mandante cada vez que haya que confeccionar un escrito.

La firma del patrocinante, a su turno, sólo vale cuando tiene a su lado la de “la parte” que asesora. Cualquier abogado, por novato que sea, sabe que ese requisito es esencial.

En el día a día, ser patrocinante es mucho más engorroso que fungir de apoderado. Es un karma buscar al cliente, contra reloj, para cada una de las múltiples peripecias del proceso. Los abogados que fatigan pasillos disponen de rebusques para aliviarlo. El más trillado es hacerse firmar anticipadamente varios escritos en blanco, que se completan después, ante cada necesidad. Tan remanido es el recurso que la jurisprudencia ha debatido si esa firma anticipada tiene valor legal. En general, se resolvió que se trata de un mandato en blanco, que es aceptable si el abogado no “abusa” de la firma, o sea, si no escribe algo antagónico a los intereses de su patrocinado.

En casos extremos, en ausencia del interesado, algún profesional pícaro imita la del litigante o garabatea “un gancho”. Es ilegal, pero la corruptela existe, porque un escrito sin las dos firmas es un papel sin valor.

La defensa de los Noble Herrera es ejercida por abogados cotizados, de estudios de postín, de alto prestigio y costosos honorarios. Los conducen uno de prosapia peronista y otro de apellido radical, un clásico bipartidista que no apunta a la excelencia técnica sino al manejo de relaciones públicas, digamos transversales.

El cronista, que ejerció la profesión durante más de un cuarto de siglo, quedó azorado cuando conoció las falencias de tamaños letrados, a través de las declaraciones de sus colegas querellantes.

Tras la decisión de los camaristas, dichos abogados y algunos cronistas que los defienden a capa y espada adujeron que la praxis era recurrente y que fue admitida ante otros estrados. Invocar ese precedente es poco serio: la ceguera de un juzgado o una Cámara no es imperativa para otros. Una buena administración de justicia compele a lo contrario.

La defensa de Ernestina Herrera de Noble y sus hijos anuncia que deducirá recurso extraordinario ante la Corte Suprema. Su propio nombre lo indica: el extraordinario no se concede automáticamente, como las apelaciones. Su apertura se somete a una interpretación restrictiva: es muy improbable si se discuten medidas de prueba (y no una sentencia o una privación de libertad). Si el recurrente, además, incurrió en carencias procesales inexcusables, el rechazo es de cajón. La Corte Suprema tiene un asunto claro por delante: si no median privilegios, el extraordinario no debe prosperar.

De privilegios hablamos, pues. Es lógico inferir que ése es el núcleo de la cuestión y la explicación de por qué abogados de primera cometen fallas de tercera. Y por qué otras análogas les fueron toleradas por varios magistrados. El cronista interpreta que la causa de la ligereza es el poder, cuya implicancia más evidente es la impunidad. Los escritos de cualquier letrado del montón se miran con lupa, los de ciertos estudios (y ciertos litigantes) tienen, a menudo, salvoconductos.

La impericia derivaría de la falta de entrenamiento para competir en paridad, lo que debería ser el abecé del proceso judicial. Muchos años de hábito relajan y habitúan. Un cambio de clima altera ecuaciones instaladas “desde siempre”. Si se quiere, es semejante a lo que pasa en el ágora cuando se polemiza sobre violaciones de derechos humanos o abusos de poder cometidos por grandes empresarios o dignatarios de la Iglesia. Sus respuestas o argumentos son endebles, indignados, primitivos. No persuaden porque les falta gimnasia en la polémica democrática y trabajan de modo desaprensivo porque creen gozar de indemnidad. Al fin y al cabo, las cosas funcionaron de ese modo durante décadas.

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