EL PAíS › UN RECORRIDO POR EL PASEO DEL BICENTENARIO ANTES DE LA TORMENTA

Alfajores, imágenes y caudillos

Los visitantes del local de la Secretaría de Derechos Humanos. Los obsequios y las muestras que ofrecen los stands de las provincias. Las comparaciones de los vendedores ambulantes, con Palau y las celebraciones de Boca.

 Por Alejandra Dandan

Ramón mira como quien no sabe si salir al infierno. Está bajo un stand convertido en refugio a la impiadosa hora de la tormenta. Guitarra al hombro, con su mujer, una nena y otra más. No hay paraguas y los espera un largo viaje de vuelta a Florencio Varela. Los cuerpos en la calle cada vez más mojados, menos encandilados por los desfiles de las colectividades que ya se van perdiendo. “Creo que alguna vez, en las empresas en que estuve, vi que había oficinas de derechos humanos”, dice Ramón Márquez, 42 años, nacido en Jardín de América, cien kilómetros al norte de Posadas y a miles de su presente. Es metalúrgico, fue gastronómico. Trabaja en esas empresas donde los únicos derechos parecen ser cuestión de recursos. Eduardo Luis Duhalde, secretario de Derechos Humanos, entra en la carpa donde él se protege. En el Paseo del Bicentenario, la secretaría instaló un stand con paneles que recuerdan las historias de los golpes y las dictaduras. “Sí, es verdad”, se corrige Ramón. “Recursos humanos”.

Ramón vio los primeros festejos de los 200 años de la Revolución de Mayo por televisión, hasta que ayer llegó a la 9 de Julio: “Estuvimos caminando todo el día, pero mi mujer me dijo: entremos a algún lugar porque nos vamos a ir sin ver nada”. Así entraron a la carpa donde seis mil personas llenaron –sólo el primer día– una consulta sobre el Plan Nacional de Derechos Humanos. Alguna vez, termina diciendo él, cuando era muy chico, “algo de eso me pasó, yo estaba en mi pueblo, y de pronto nos decían que apagáramos las luces, ni un fuego podíamos hacer, porque venía la policía... Después supe que Misiones tuvo desaparecidos”.

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A los lados de la 9 de Julio, las casas de las provincias pusieron stands como plataformas de campaña. Córdoba regala alfajores; San Luis esconde a sus caudillos para mostrar fotos con imágenes de computadoras; Santa Cruz con una portentosa camioneta en la puerta acude a la lógica nacional y popular para hablar de “energía”. Secretarías y ministerios del gobierno nacional, las Abuelas de Plaza de Mayo y las Madres instalaron sus estructuras en el medio, como islas.

Más temprano, Diana atravesaba corriendo la Avenida de Mayo rumbo a la Plaza con un montón de banderas en la mano. Todavía no llovía. En medio de la calle, el Gobierno regalaba banderitas que los vendedores cobraban un peso. “¡No importa la lluvia!”, decía Diana, todavía emocionada, su niña agarradísima a una de las manos, las banderas más. “¡Se siente que estos 200 años son importantes, por todo lo que pasamos, lo bueno y lo malo también!” ¿A qué se refiere? “Bueno, lo bueno... no sé si hay cosas buenas, ¡y lo malo, por los delincuentes, y que los de arriba que no hacen nada!”.

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Un locutor anuncia el paso de la colectividad de Nigeria. Luego a “nuestros hermanos peruanos, con toda la identidad de su pueblo”.

–¿Puede ser que también haya un tren dando vueltas por acá que trajeron de Neuquén? –quiere saber Diego Ramos, 29, repositor de supermercados.

Muy cerca, Carlos Vázquez y Luz Riesgo sumaban minutos de espera frente a un stand. ¿Cuál es?

–Ah, ni idea.

En un lateral se lee el nombre de Salvador Allende, en el frente pasan la imagen del Che. Luz anda con un mapa, los entregan en los puntos de entrada, pero las miles de personas que deambulan terminan dibujando un laberinto. “Yo estoy admirada de cómo se montaron todas estas cosas”, dice ella, de Martínez. “Me impacta la cantidad de gente, nunca lo vimos, salvo cuando bailó Bocca, pero no eran tantos, obvio”.

Sergio Guadalupe se abre paso en una rampa, dice que hay una muestra de todos los países de América. “Ecuador, Colombia, Chile, Brasil pero lo que más me impresionó fue Bolivia.” Evo, de jovencito, luchando. “Me pareció muy importante porque muestra la idiosincrasia. No me gustó lo de Chile: son puros paisajes turísticos que no dicen nada de lo que pasó. No sé, a lo mejor al presidente no le interesa.”

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Un hombre saca fotos a un arco de luces montadas en el límite con la Avenida de Mayo. Otro, ante el desierto riojano desplegado en fabulosas gigantografías.

–¿Ese es el Cavanagh? –consulta una mujer, despistada, a un hombre de la seguridad del palco.

Paulo Ruiz está haciendo zapping de provincia a provincia, a un promedio de una hora de espera cada una. Justo cuando la lluvia empieza, Oscar Néstor Alí se apura a guardar las banderas. Lleva vendidas más de 300, a treinta pesos las grandes y veinte las medianas. Tiene 75 años, diez de vendedor ambulante.

–¡A la bandera, a la banderaaa! –vocea. Está agradecido, dice, con la cercanía del Mundial–.

–Nina, ¿me comprás una para el mundial? –dice una nena. Nina compra. La nena se ata la bandera como un poncho. Alí viene batiendo records de venta: vendió más que cuando Boca festejó en el Obelisco y más que con los recitales de Palau: ahí vendía remeras y gorritas, dice, pero no llegaba a los dos pesos.

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Poco a poco, Buenos Aires parece borrarse. Banderaaa, banderitaaa... Y hasta dan ganas de colgarse una. Un pibe cuelga su bandera, la de La Renga, en una gigantografía de la Negra, Mercedes Sosa. El pibe se sube a una valla y su madre le dice listo, quedate quieto, así. Y saca una foto. Matilde Vera, la mamá, de Lanús, está contenta. “Esto es la unión de los argentinos”. Y sigue: “Es un abrazo para que superemos todas las diferencias”.

–¿Cómo se lleva con el Gobierno?

–Soy crítica.

–¿Y hoy no está contenta?

–No entiendo esto del Colón, ¿por qué ella no quiere ir? ¡Con todo lo que le costó al gobierno autónomo de la ciudad hacer eso!

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El Paseo del Bicentenario, sobre la Avenida 9 de Julio, domingo a la tarde.
 
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