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Un canon para la barra

 Por Gustavo Veiga

El comisario Jorge “El Fino” Palacios tenía su oficina al lado del vestuario local de la Bombonera donde se cambian Juan Román Riquelme, Martín Palermo y el resto de sus compañeros de equipo. Aun quienes no ahorran denuestos contra el policía detenido, le reconocen que frenó a la Doce liderada –cuando llegó al club– por Rafael Di Zeo. Esos elogios se desvanecen cuando sugieren que el modo de lograr su objetivo de apaciguamiento coincidió con una fórmula más que ortodoxa: la retribución a la barra con un canon fijo para neutralizar daños colaterales. Una práctica de estilo entre la mayoría de los dirigentes del fútbol argentino.

La suma que Palacios no puede desconocer por el cargo que ocupaba oscilaba entre los 50 y 60 mil pesos mensuales. ¿Quién les entregaba ese dinero a los jefes de la Doce? Nadie se atreve a afirmarlo con nombre y apellido, ni siquiera con seudónimo, porque casi nunca quedan rastros de esos pagos, que son moneda corriente en los clubes.

“Palacios no cambió la seguridad en Boca y su presencia coincidió con el auge de Di Zeo. Tuvo un perfil demasiado bajo cuando estuvo en el club”, dijo Gustavo Lugones, un abogado especializado en seguridad deportiva, cuando lo consultó Página/12. El policía que hizo toda su carrera en la Federal y no pudo jubilarse en la Metropolitana cuando se destapó el caso de las escuchas todavía no había llegado al club cuando el ex juez Mariano Bergés procesó a varios miembros de la Doce y detuvo por unas horas, en mayo de 2004, al secretario general de Boca –y actual vice tercero– Luis Buzio. Esa tarde, cuentan en el club, el gerente general Andrés Ibarra se evaporó. Había una denuncia por la venta de cinco mil entradas falsas realizada por las propias autoridades de Boca.

Esa causa se cayó y la Cámara desautorizó la investigación del juez pese a que los conflictos ocasionados por la barra nunca se detuvieron. Mauricio Macri se inclinó entonces por contratar los servicios del Fino para resolver los problemas en la tribuna. En ese lugar donde los gritos o los cantitos de la hinchada tornan inaudible cualquier conversación, habría sido muy complicado pinchar un teléfono.

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