EL PAíS › OPINIóN

León, metafísico de la sensualidad

 Por Horacio González

A León Rozitchner había que escucharlo. Incluso en el contestador de su teléfono había una muestra de las reticencias amorosas con las que trataba el idioma. Escuchar a León, en su propia voz, suponía percibir el sentimiento de un fraseo en el momento mismo en que se estaba haciendo. Su forma de colocar la frase con su escorzo interno creaba un cálido vacío ya preparado para el diálogo, conteniendo anticipadamente al dialogante, al prójimo. Era un juego previo de libertades en la conversación, que recorría la comprensión antropológica más que analítica, sin privarse nunca del anatema. Al mundo le ofrecía su dádiva y también lo estrujaba con sus blasfemias. Nunca una persona tan sensitiva y amatoria blasfemó tanto. Vivió en la calle Cuba y su estudio estaba en la calle Pampa. Eran las dos entidades sobre las que se interrogó con la pasión del herético que buscaba sus raíces en la tierra, la revolución y la conciencia lastimada.

Ninguna cuestión le era ajena. El tema que fuera, yacía en un mundo cuyos cuadrantes aparecían como drama de un amor y odio, de guerra y paz, de cosa y cruz, de terror y revelación, de cuerpo y creencia, de sangre y tiempo, de recuperación de un pensar de las izquierdas y ver la subsistencia de un error profundo en ellas, un error inscripto en toda lengua que no surgiera de un interior anímico capaz del autorreconocimiento doloroso de sus posibilidades. León fue la encarnación de una proteica izquierda argentina, pero sintió la íntima obligación de ser el máximo crítico de esa misma izquierda argentina. En La Rosa Blindada había aparecido, en discusión con su amigo John William Cooke, su célebre admonición a una izquierda que no sabía descender al “nido de víboras” de la subjetividad.

León no pudo nunca dejar de pulir el arte de la polémica. Pensó en el interior de ellas. No pensó antes y polemizó después, sino que se constituyó polemizando. Con Perón, con San Agustín, con los dichos de los invasores a Bahía de Cochinos, con Murena, con Mallea, con los generales de las Malvinas, y en muy otro plano, hasta con el propio Viñas, su antiguo compañero de aventuras, su viejo hermano de Contorno, que moría el mismo día en que lo internaban a León.

Las recámaras secretas en que León procesó sus grandes arquetipos admonitorios son las grandes religiones mundiales y las estupendas teorías del mundo moderno insatisfecho. Cristianismo, judaísmo, psicoanálisis, fenomenología, marxismo... gigantescas entidades del espíritu, desde las cuales y ante las cuales León realizó su fenomenología de la vida cotidiana y del desarraigo. Había nacido en Chivilcoy y fue un argentino universal, un judío argentino en cuya biografía está escrita una saga nacional de nuevo tipo, abierta al sentido cósmico de una materialidad iniciática que ubicó en una filosofía de la sensualidad y del origen materno de toda lengua mundana.

Bastaba leerlo y escucharlo a León para percibir la dimensión de su drama teórico, presente en el permanente sobresalto de su voz. En el grano original de su escritura se hallaba el eco de sus grandes maestros, Lucien Goldman y Maurice Merleau-Ponty. Decisivos mitos de fuerza ancestral inspiraron su tarea, su crítica a los tres Edipos, el griego, el cristiano y el judío –al que prefería– surgían no de una teorización (aunque la contuvieran) sino en medio de sucintas efusiones del habla real y formas de escritura de una gracia sensual, lo que era su sello. León polemizaba sobre la cercanía absoluta de lo que nos constituye como lenguaje, como historia vivida, como acontecer actual. Y como todo gran polemista, actuaba dentro de la piel de los pensamientos que cuestionaba. Como lo reconoció en una entrevista, como adversario del pensamiento agustiniano o del pensamiento peronista, tuvo que ser un poco San Agustín y un poco Perón.

Extraordinario ejemplo del pensar existencial de raíces judías libertarias, León estaba sostenido por heterogéneos componentes de un psicoanálisis con rastros del Max Scheler, al que criticara en sus tempranos trabajos; del joven Marx; del Freud al que había que salvar del individualismo burgués e incluso, en los últimos tiempos, confrontándose con un Levinas al que le dirigió certeros reparos sin que dejara de haber en el crítico la misma sacralidad soterrada que no quería que aflorara tan plenamente, como en cambio era el caso de su criticado. Al distanciarse de Levinas, revelaba también sus nociones sobre el prójimo y elaboraba una proximidad de otra índole, una razón inmanente a los acontecimientos mundanos que es a la vez su crítica y que en los últimos años había denominado “el comienzo en la experiencia del vivir materno, que es lo único inmanente histórico desde el vamos”.

No es necesario llamar la atención sobre el atrevimiento y sorpresa de este punto de partida, de este “desde el vamos”, forma coloquial argentina para nombrar los comienzos, con el cual León Rozitchner pasaba desde la natalidad del lenguaje hasta las imposibilidades de la historia. En su larga agonía, en esos largos meses hospitalizado, donde sin hablar hablaba, León escuchaba todo. Había recibido en el hospital su última obra publicada, un largo comentario a La cuestión judía de Marx, nuevamente el tratamiento del asunto que lo obsesionaba y lo obligaba a medirse con el marxismo de los orígenes, escribiendo y recuperando de otra forma lo que el joven Marx había desechado.

León Rozitchner fue un pensador del margen de las instituciones, a las que habitó como desterrado. En sí mismo era una institución, un fundador de idiomas filosóficos que parecían impropios, fuera de la circulación habitual o de los modos de pensar que cada época consagra apuradamente. Debemos contarlo en el escaso número de los filósofos argentinos de nuestra época. La Argentina, la Sensualidad y el Universo fueron su suelo, el sustento de una metafísica amorosa, de una cosmogonía del sujeto desgarrado que va desde el solicitante descolocado de la payada nacional hasta la persistencia, recurrente en él, de la refundación del impulso reparatorio que siempre reclama la vida colectiva, “entre el terror y la gracia”. Ha concluido un ciclo en la vida intelectual argentina.

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Imagen: Mario Manusia
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