EL PAíS

Palos porque bogas

 Por Mario Wainfeld

La escena transcurre en un programa nocturno de América 24. El rubro es periodismo pero el montaje es digno de un delirio de Diego Capusotto. Se congregan más personas que las que puede albergar el estudio, las hay de pie o apiñadas. Hablan de la investigación del asesinato de la menor Candela Rodríguez. Padres y madres de otras víctimas de crímenes feroces especulan sobre la conducta de la mamá de Candela, Carola Labrador y, en promedio, la lapidan. No conocen el expediente, no son criminólogos ni pesquisas ni psicólogos: sus veredictos son contundentes.

Un policía, ajeno a la investigación, asevera que “sabe todo”, que no necesita tener acceso al expediente para concretar tamaño logro. Despotrica contra jueces y fiscales, menciona sin ambages ni pliegues presuntos culpables de homicidio calificado. Si lo contradicen o le sugieren que, quizá, su conocimiento tenga límites, echa (literalmente) espuma por la boca.

La mayoría del resto son abogados. Esta etapa mediática el caso se caracteriza por la hegemonía de los letrados (“bogas”, en jerga). Se les atribuye eminencia, que los traslada de canal en canal. ¿Irán en pool, como los chicos?

El cronista, propenso a sistematizar, discierne tres categorías básicas. Ninguna de ellas debe merecer mucha credibilidad, por motivos variados que se mencionarán. Sin embargo, son columnistas en canales y programas de distinta bandería. El sistema privado de medios brega por la libertad pero, en el rectángulo de juego, lo suyo es más bien la uniformidad.

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La primera rama de abogados la forman los defensores de personas acusadas o implicadas. Son muchos porque la policía (y los medios) lanzan hipótesis rotundas (que acollaran culpables clavados, con alias y todo) a diario o más que a diario. Las teorías se evaporan en el aire, pero la nómina de sospechosos crece. Sus abogados tienen algo que hacer ante micrófonos y cámaras. Ese escenario forma parte de sus tácticas de defensa. Tendrán razón o no, pero es lógico que disputen esa arena. Lo que es menos razonable es que periodistas avezados los presenten como autoridades o emisores de un saber “neutral”. El abogado no es un juez, su función (su deber) es iluminar todo lo favorable o eximente para su representado o patrocinado. Lo suyo es cargar un fiel de la balanza, el fiscal pondrá peso en el otro, al juez le cabe resolver el equilibrio. Presentar esas voces interesadas como un aporte independiente es, por la parte baja, un modo de manipulación.

Otro colectivo de abogados, más inexplicable todavía, es el de quienes no intervienen en la causa. No tienen acceso al expediente, “detalle” que reconocen, campechanos. Trascartón desgranan teorías e información más ricas en fantasía que en datos, pero las presentan como si fueran verdad revelada.

La información directa sobre lo que se cocina en la cárcel es un insumo de todos los panelistas.

El tercer género, porque es un caso en sí mismo, es el abogado Fernando Burlando. Hombre de sólidos contactos con la Bonaerense (un eufemismo encantador que el lector sabrá traducir) le fue presentado a la madre de Candela por el cura Julio César Grassi. Grassi consiguió que Burlando (de quien nadie sospecha que sea un filántropo) trabaje gratis. Grassi, cabe recordar, tiene condenas apeladas por abuso sexual a menores, lo sancionaron tribunales de Morón, implicados en la investigación sobre el secuestro y asesinato de Candela. No hay que ser muy conspirativo para oler relaciones capciosas. Entre ellas, un hábil abogado querellante que es un ariete de la policía en una pesquisa en la que la Bonaerense está bajo sospecha. Burlando pontifica acerca de avances formidables, entre líneas escribe que la data le llega de la cárcel, con sus “códigos” y reglas de fuego. A cierta edad, reza un inquietante proverbio, cada persona tiene la cara que se merece. Burlando también y, por añadidura, tiene la que él mismo eligió.

Las tres vertientes de abogados que fatigan sets y audiencias no “hacen uno”. Pero meten ruido, arrojan carne podrida en cantidades industriales.

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El cronista no quiere ahondar un vicio que deplora, por eso se limitará a decir que las imágenes que se siguen propalando sobre Candela tienen un diseño y un contexto indebido, invasivo de la intimidad de la menor, prohibido por las leyes.

El Poder Judicial y la policía que (es de libro) proveerán una cantidad sugestiva de esos insumos no estipulan ningún límite a la propalación de rumores, mentiras y escándalos.

Tanto en el bullshit, como en la instalación de imágenes infamantes, jueces, fiscales y asesores de Menores podrían abrir la boca. O mejor, predicar por escrito, estipular límites. Los encargados de la causa podrían (como los médicos en casos de enfermedades de personas famosas) difundir partes regulares con toda la información oficial, aclarando que ésa es la única seria y emanada de autoridad competente. No lo hacen, seguramente porque eso los pondría de punta con periodistas y medios. Y también, como ya se dijo, porque a menudo son coautores del pescado podrido.

Más allá de sus particularidades, el “caso Candela” alude al modo en que se informa en Argentina, a la talla de los medios privados, a su falsa diversidad, a su nulo apego a la ley, a la chatura profesional de muchas de sus estrellas. Un filón para quienes bregan por la emergencia de comunicación alternativa, atractiva y técnicamente bien resuelta. Un espacio que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual entreabrió y que, por ahora, no se termina de ocupar.

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