ESPECIALES

QUINQUELA

Entrevistado por Pedro Alcázar Civit

El Hogar, Nº 1094,

3 de octubre de 1930


¿Mi vida?... ¡Se ha contado tantas veces!... Si todo el mundo sabe que he sido carbonero y todo lo demás... Francamente, si yo no fuera Quinquela Martín, creo que estaría harto de oír hablar de Quinquela Martín.

–En todos los países que he visitado –continúa diciéndonos el artista– los diarios han publicado largos artículos con el relato de mi vida... “El carbonero que llegó a ser un gran pintor”... ¡Qué sé yo!... Es lo primero que me preguntan los reporteros: ¿Es cierto que usted ha sido carbonero?...

–Es que su vida es tan novelesca, Quinquela...

–Lo comprendo. Continuamente me encuentro en situaciones de novela. De novela de ésas de veinte centavos... Parece una predestinación, porque yo soy un hombre tranquilo, que no hago nada extraordinario... Me gusta, eso sí, vagar mirando un poco todas las cosas, cuando no trabajo...

Nos cuenta, para ilustrar su afirmación con el ejemplo más reciente, las complicaciones sentimentales que, a su llegada a Londres, le produjo cierta declaración aparecida en un diario. A uno de los tantos periodistas que lo entrevistaron, se le ocurrió preguntarle por qué no pintaba mujeres. ¡Estos periodistas!...

–Porque pinto barcos –le contestó.

Pero el hombre no se dio por satisfecho.

–Caramba, es una lástima... Un pintor como usted debería realizar mujeres... Sería interesante ver cómo las interpreta... Su temperamento...

Para quitarse de encima al moscardón, Quinquela Martín se refugió en una respuesta caprichosa.

–En realidad, no pinto mujeres porque no he encontrado todavía a la mujer...

El reporter quedó muy contento con esto. Al día siguiente sacó una gran nota en su diario, con un título a varias columnas que decía, más o menos:

Un pintor famoso recorre el mundo en busca de la mujer que le sirva de modelo. ¿Encontrará su ideal en Inglaterra?

Produjo sensación el artículo. Un reputado crítico de arte publicó un meditado estudio sobre las probabilidades que tenía Quinquela de encontrar allí la mujer ideal. Comparó la mujer inglesa con las mujeres de todo el mundo, y arribó a la conclusión de que, tal vez ninguna como ella, interpretaría el temperamento del artista. Fue casi un llamado al que respondieron ampliamente. Nuestro pintor se vio abrumado de cartas, retratos y ofrecimientos. Las más lindas chicas de Londres lo desafiaron con su gracia y su belleza. ¡Terrible desafío, en verdad!

–¿Y encontró la mujer ideal?...

–No, porque la mujer ideal, si existe, habla en criollo. Pero he conocido, en cambio, a las mujeres más hermosas del mundo...

¡Qué bonito cuento haría con este episodio el señor De Maupassant!

–¿Usted recuerda cuándo empezó a manifestarse su vocación por el dibujo?...

Quinquela piensa un poco.

–¡Qué sé yo!... Desde muy chico garabateaba papel... Es una cosa que ha nacido conmigo, que me parece, por lo menos, que he venido haciendo toda la vida... Garabateaba papel o hacía trazos con carbón en las paredes, en los umbrales de las puertas, en cualquier parte... Lo que puedo decirles es que, ya de muchacho, les vendía retratos a mis clientes por cinco pesos... Retratos que todavía andan por La Boca...

–¡Sus propietarios los guardarán ahora como una reliquia!...

El artista sonríe.

–¡Imagínese! Suponen que esos dibujos podrán llegar a valer tanto como los de los grandes pintores antiguos... No hace mucho, precisamente, la dueña de uno de ellos me pidió que le actualizase la firma. En esa época yo firmaba “Chinchela”, que es el verdadero apellido de los viejos, que he adoptado, con autorización del juez, y castellanizado luego en la forma actual. Le dije que tenía más valor así, y la buena señora no quería convencerse... Seguramente, informada del precio de mis cuadros, pretendía sacarse algunos miles de pesos con lo que le costó nada más que cinco... Y temía que se dudase de la autenticidad de la obra... Esta pobre gente no percibe los matices de la gloria y de la popularidad, y desde que me han visto salir en las revistas fotografiado con reyes y magnates, desde que han descubierto que el presidente Alvear venía a visitarme a mi estudio, creen que entre mis obras y las de Rafael y de Goya no hay ninguna diferencia...

El carbonerito que hacía retratos cobró popularidad en La Boca. Entre pedidos de carbón, el vecindario iba a requerir su lápiz de artista al humilde negocio de la calle Magallanes.

–Dice mamá que le lleve media bolsa de carbonilla y que cuánto le cobra por hacerle un retrato a mi hermanito...

–Decile que cinco pesos...

–Dice que es muy caro...

–Bueno, ya vamos a arreglar.

Se apoderó con avidez de todas las ideas rojas que circulaban en las bibliotecas baratas. En los pocos momentos libres que le dejaba el trabajo, pintaba, leía o discutía sobre problemas sociales y artísticos con otros obreros intelectuales, en las tabernas de La Boca. Se lo veía, también, detenerse ensimismado ante los barcos surtos en la Vuelta de Rocha, tratando inconsciente de penetrar los misterios de la luz.

–¿Nunca fue a una academia, Quinquela?...

El pintor coloca sus palabras dentro de un paréntesis de una sonrisa áspera.

–Sí; cuando tenía diecisiete años concurrí una temporadita a una de esas academias de barrio que enseñan baile, música, corte y confección y qué sé yo cuántas cosas más. Allí había un profesor de dibujo que me dio algunas lecciones. Esa fue mi única cultura “académica”. Todo lo demás lo he aprendido solo, venciendo las mayores dificultades, en medio de circunstancias terribles...

A los veintidós años, por primera vez, supo lo que es ganarse la vida sin trabajar. Le cayó una verdadera canonjía. Un amigo suyo, ordenanza de la oficina de Muestras y Encomiendas de la Aduana, transfirióle el puesto. Y Quinquela permaneció allí un año, cebando mate. Estaba tan contento como si lo hubieran nombrado vicepresidente de la República. La tarea, mucho más liviana, por cierto, que la de andar todo el día con la bolsa de carbón pegada al hombro, no le cansaba y le permitía dedicar muchas horas a su arte.

Pero, desgraciadamente, la ganga duró poco. Cuando tuvo que dejar el puesto de ordenanza, Quinquela Martín, impulsado ya por una vocación superior a sus necesidades, decidió consagrarse exclusivamente a la pintura. Y el dolor de su via crucis de artista entonces recrudeció.

Era completamente desconocido y no podía con su arte ganarse siquiera unos centavos. No se avenía además a volver a hacer retratos por cinco pesos. Los barcos del Riachuelo se le habían metido adentro y tenía que pintarlos. Al terminar los cuadros los rompía con un gesto de asco.

Sus padres adoptivos, irritados ante un muchacho sano y fuerte que se negaba a trabajar, empezaron a hostilizarlo. Resolvió entonces abandonar la casa y anduvo hecho mucho tiempo un vagabundo. Dormía en los terrenos baldíos de La Boca, en los bancos de las plazas, en cualquier parte. A veces la suerte le deparaba un sucucho en uno de los lanchones de carga surtos en la ribera, por obra de algún tripulante, amigo ocasional. Le bastaba, para comer, cualquier mendrugo.

–Nunca me preocupó eso –nos dice el artista–. Ahora mismo, si fuese necesario, sería capaz de vivir mucho tiempo a café con leche... Sin sospecharlo, he practicado largamente el ayuno periódico, que, según me decía Ramón y Cajal cuando estuve en España, es el remedio más viejo y eficaz para el estómago. De igual modo que para curarse del resfrío no hay como dormir una noche con la cabeza envuelta en una franela...

La necesidad frecuentemente lo rendía y debía entonces volver a descargar carbón. Trabajaba poco, apenas lo suficiente para juntar los pesos que le permitiesen continuar su vida. La bolsa, por efecto de la debilidad, le resultaba entonces más pesada y más grande...

Quinquela, sin embargo, no se queja.

–Créame que estoy agradecido por los sufrimientos que me deparó la suerte. Es lo que muchos no pueden comprender. Nada contribuyó tanto a hacerme artista, a permitirme imponer mi personalidad, a sustraerla de todos los desvíos capaces de debilitarla... Tal vez, las preocupaciones de las academias o las sugestiones de los círculos hubieran atenuado el vigor de mi concepción, me hubieran amanerado un poco el arte. Y la vida cómoda y regalada hubiera podido, también, llegar a neutralizar mi vocación, quitándole esa especie de furor salvaje que me impelió en los primeros tiempos a superarme incesantemente... Un hombre que vive en sociedad culta, amablemente, que recibe de continuo halagos estimulantes, no puede, usted comprende, estar poseído de esa fiebre con que yo hice mis obras iniciales... La inquietud del espíritu se va diluyendo en palabras y en comentarios, en pequeños ensayos que se reciben como una promesa... No es la gloria, pero es algo que ayuda a esperarla, como los bombones ayudan a esperar la hora de comer...

–Claro, usted, en cambio, no tenía nada de eso...

–Sólo podía comunicar mi inquietud a la tela. Y por eso la volcaba íntegra en ella. ¡La tela que muchas veces no era más que una vieja tapa de cartón!...

Y así hasta que realiza la primera exposición, en 1918, que lo consagra definitivamente.

Un buen día llega al taller humilde de Quinquela, Pío Collivadino, el director de la Academia Nacional de Bellas Artes. Fue una aparición providencial, como la que ponía fin a los misterios de la Edad Media.

–¡Usted tiene que hacer una exposición!...

El muchacho de La Boca sonríe amargamente.

–¿Una exposición? ¿Con qué?... si no tengo plata siquiera para comprar un marco...

–No se aflija por eso. Ya lo arreglaremos –responde Collivadino, seducido por el arte nuevo y original del pintor desconocido.

Días después, Quinquela Martín recibe la visita del señor Taladrí, secretario de la Academia, y merced a su concurso resuelve todas las dificultades. Le consiguen un crédito para que se provea de los marcos y telas necesarios y pueda organizar su primera exposición en Witcomb.

La muestra constituyó un éxito rotundo. El artista boquense conquistó el asombro de Florida. Vendió telas por valor de seis mil pesos, con lo que pudo pagar su crédito y seguir trabajando. Los “viejos” empiezan a tomarlo en serio. Era justo que un muchacho del que decían tantas cosas los diarios, se negase a arruinarse en la tarea bruta de descargar carbón. El vecindario de la Vuelta de Rocha lo saluda con respeto. Imaginad los comentarios de las comadres.

–¡Ha visto, doña Antonia, el muchacho de la carbonería cómo está saliendo en los diarios, con retrato y todo!...

–Y dicen que se ha ganado un dineral vendiendo esas pinturas...

–¡Quién iba a pensar!... Parecía un cabeza loca, ¿no?...

Desde entonces, la carrera del pintor es triunfal. En 1920, realiza una exposición en Río de Janeiro, donde confirma plenamente la aceptación dispensada por la crítica y el público de Buenos Aires. Vende diez cuadros, uno de los cuales con destino al Museo de Bellas Artes. Ese mismo año vuelve a presentarse en nuestra ciudad. El Jockey Club le paga diez mil pesos por una tela.

En 1922, Quinquela Martín repite sus éxitos en España. Coloca veintitrés cuadros y es el primer pintor de América, honor singular, que entra en el Museo de Bellas Artes. Rechaza una condecoración.

–Hubiese sido ridículo aceptarlo, ¿no le parece?... –nos dice por todo comentario.

De regreso, les compra la casita de la calle Magallanes a sus padres adoptivos, para que puedan seguir viviendo tranquilos, sin la preocupación de un negocio que ya no produce más. Allí habita aún con ellos, en la misma pieza humilde que ocupaba de muchacho.

En 1925 expone en París. Vende todo y se incorpora al Luxemburgo. Regresa a Buenos Aires y, tres años después, se presenta en Nueva York. Otro éxito. Los museos oficiales y los coleccionistas particulares pagan los mejores precios por sus telas. Mister Farrel, el Rey del Acero, enamorado de la obra de Quinquela, se empeña en que pinte sus poderosas fábricas de Pittsburgh. Le abre un verdadero canal de dólares. El artista no acepta.

–Pero ésa era la oportunidad –comenta nuestro buen sentido– de convertirse en el pintor predilecto de los millonarios yanquis...

–Ya sé. Pero eso a mí no me interesa. A la gente le cuesta creer que haya alguien que no aspire a la fortuna, sobre todo teniéndola entre las manos...

–Sin embargo, usted es rico...

–¡Qué voy a ser rico!... Si vivo al día... Con decirle que el estudio es alquilado... La única propiedad que he podido comprar es la casita de los viejos... No obstante, son muchos los que me suponen con fortuna... No comprenden que, por más que gane, los viajes me cuestan un dineral...

–Solamente en La Boca puede trabajar...

–Como poder, podría en cualquier parte. En cada puerto que toca el vapor estaría en condiciones de hacer un cuadro... Pero, ¡no quiero! No sería lo mismo... Todos los paisajes me producen una impresión susceptible de reproducirse en la tela, mas ninguno me da la emoción que necesito para mi obra. La Boca que yo pinto es el resultado de un largo proceso espiritual, supone una elaboración lenta del paisaje en lo íntimo, que sería imposible de obtener en puntos donde apenas resido unos meses... ¡Quizá, si me quedara un tiempo!... El arte, para mí, es un incontenible impulso interior que desaparece o se debilita cuando ando lejos de mis pagos... Y creo que, si todos lo sintieran así, habría más pintura nacional. O la pintura nacional, y como ella las demás artes, lograría universalizarse. Con lo regional se llega a lo universal... No comprendo a los que pintan indistintamente un lago italiano o una sierra de Córdoba...

De Nueva York, Quinquela Martín pasa a La Habana. Retorna a trabajar a Buenos Aires y, en 1924, presenta sus obras en Italia. Mussolini, atraído por tan vigorosa realización artística, declara que “es su pintor” y le pide que lleve a la tela la fábrica de cañones de Nápoles. Imposible, a no ser que se la traslade a La Boca.

–¿También le compraron los museos?

–Sí, hay un cuadro en el de Arte Moderno de Roma.

Sin ninguna amargura, nuestro entrevistado agrega:

–El único museo que no tiene obras mías es el de Buenos Aires...

–¡Nadie es profeta en su tierra!...

–El presidente Alvear quiso comprarme, pero yo me opuse, porque, como era amigo mío, hubiera parecido un favor personal. Aquí se acostumbra solicitar la adquisición de obras y yo nunca pienso hacerlo...

–¿Cuál es su método de trabajo?

–Pintar veinte horas cuando estoy en racha y ninguna si no tengo ganas. No abandonar un cuadro hasta terminarlo. No comprendo a los que pintan metódicamente todos los días un poco y alternan de tela... Tardo mucho más para concebir una obra que para realizarla... en realidad, ya la tengo adentro al empuñar los pinceles, y tal vez por eso ejecuto tan rápidamente... Después me paso los días nuevamente sin hacer nada, vagando por la ribera...

Los vecinos de La Boca saben que en la vida de Quinquela Martín ha intervenido el milagro. Lo que no comprenden es que el milagro estaba ya dentro de él...

Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988), Buenos Aires, Punto de Lectura, 2002.

“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”

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    BENITO QUINQUELA MARTIN
    Por Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero

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