ESPECIALES › 25 AñOS > EL IMPERATIVO DE PENSAR EL TERROR Y LAS ESPERANZAS PERDIDAS

La leyenda nacional en la cultura

“La cultura, si tal concepto puede esgrimirse unívocamente, es escape pero también un paciente escarbar en lo que el ánimo colectivo formula como inconcluso y no cicatrizado”, señala en su nota el director de las Biblioteca Nacional.

 Por Horacio González

La cultura argentina de este último cuarto de siglo resurge bajo el imperativo de pensar el terror, las esperanzas perdidas y la posibilidad de que un débil hilo reconstructivo pueda aún recorrerla. El pensamiento político emancipador –nombre que resurge, cauto pero exigente– se pregunta si se ha fundado definitivamente una sociedad del miedo, efecto latente del período anterior, o si, dicho llanamente, hay alguna forma de progreso efectivo en la vida nacional. Para saberlo, habría que mostrar primero las evidencias del daño producido. Aún falta encarar una apreciación más profunda de la infinidad de obras que se hicieron cargo de la pregunta por la prosecución de la trama colectiva y hasta qué punto un tiempo de horror la había desarticulado. En 1982, Ricardo Piglia había anunciado el tema presentando una sociedad sonámbula que intentaba averiguar las raíces del mal en un pasado que ya era irrespirable, aunque sus corrientes intelectuales eran totalmente inteligibles. Mucho después, David Viñas con Tartabul, en un alucinado diálogo de espectros, propone que lo que había sido agraviado, podría repararse sólo cuando esas voces últimas que monologan como en una mina de carbón hace siglos olvidada, pudieran encontrar las almas perdidas. Las que tan sólo quedaban en el rescoldo clandestino de un idioma de conjurados.

En todo el período, la obra de León Ferrari intenta una alegorización extrema que invierte los íconos supremos de un orden, como si el que ahora hubiese llegado para visitar al Gran Inquisidor fuese un Jesucristo roto, blasfemo. Esta estremecedora artesanía de símbolos en estado puro, es quizás el máximo proyecto para revisar los fundamentos últimos de las creencias sin afectar la intensidad –cualquiera que sea– de las imágenes sacras. El equivalente de esta profunda reflexión sobre los anatemas y la sensualidad puede hallarse en la obra filosófica de León Rozitchner, que con una escritura sostenida en un atrevido índice de salvación, va a buscar la pérdida del sentido amoroso en los rostros alienados que adquieren célebres textos místicos y religiosos. Como la de Ferrari, la obra de Rozitchner se explica por el pensamiento universal y su congoja, aunque son reconstituidas severamente en su sentido pleno, por las condiciones presentes de la inquietud argentina. Con razón, en este cuarto de siglo, el mundo intelectual argentino asistió y sigue empeñado en una discusión sobre los mitos que subyacen en el interjuego de la historia nacional. Durante todo el período, las expresiones del progresismo se disputaron las banderas de una sociedad justa y democrática, acentuando una de ellas la capacidad de obtener una crónica de los hechos argentinos liberada de lenguajes populistas (precisamente, el mito de la continuidad heroica nacional) y la otra, acentuando una hipótesis por la cual se sale de las encrucijadas invocando partes de los mitos de reparación social heredados (pues la idea de herencia es la que realmente constituye lo específicamente mítico). Pero ahora, en este último caso, con nuevos aprestos de desarrollo en base a saberes en lo posible despojados de reminiscencias. Así puede verse nuestra paradójica actualidad.

Difícil escapar del mito, que no es renuncia a la reflexión sino reflexión que compone combinaciones caleidoscópicas sin exigir la clave azarosa de esa combinación. La obra de César Aira, en todo este tiempo, prosigue el mito de Osvaldo Lamborghini respecto a que hay un punto magnífico y destructivo –a la vez liberador– que se descubre con artes literarias y alquímicas, esto es, con una subjetividad de padecimiento y adivinación. Pero Aira convierte la catástrofe lamborghiniana en un juego etéreo, sin consecuencias visiblemente políticas, aunque con un pavoroso descubrimiento del punto maligno capaz de desarmar las apariencias convivenciales.

Buscar la superación del mito presupone el intento de refundar la sociedad nacional sin las figuras del antiguo panteón, esas rememoraciones recurrentes que balbucean el lenguaje de la reparación existencial argentina. Quizás El pasado, la novela de Alan Pauls, intenta radicalmente el recomienzo social de una elegía originaria, locura iniciática y lengua de pureza epifánica, que desea inaugurar con otro dolor alternativo el cese de la dinastía trágica argentina. El conjunto de la cultura nacional, no por sensata sino porque intuye que no puede pensarse en un vacío histórico, ha optado –sin embargo– por revisar las encrucijadas del pasado que permitiesen avizorar lo que en otras situaciones se ha conocido como “los tiempos nuevos”. Así lo ha hecho Fernando Solanas en todos estos años, a través del “epos popular” con modalidades que le deben mucho más que lo habitualmente aceptado a la saga martinfierresca. Así también lo ha hecho Leonardo Favio, con estilizaciones tomadas de retablos líricos de un medioevo imaginario y pastoral, con el que juzga asombrosamente el vía crucis nacional. La obra de Daniel Santoro, por su parte, cierra este cuarto de siglo cultural con la exacerbación de un cristianismo onírico y operístico, que parte de la herejía para llegar, si cabe, a los confines de autodestrucción reparadora del mito nacional por excelencia.

Su poder crítico es tan arrasador como el de la obra de León Ferrari, que le es opuesta y complementaria. El aire lamborghiniano –lo escribimos otra vez– que posee La pesca de Ricardo Bartís deja entender, a lo largo de estos trabajosos años, que hay un arte argentino, post borgeano, vanguardista, que sin confesarlo –la cultura, al fin proviene de un pudor forzado—, se confronta perplejamente con los mitos de reparación social, aceptándolos y sacudiéndolos salvajemente también. Nos hallamos hace tiempo en la fase en que se registran metódicamente las ruinas de una leyenda –como postulaba Nicolás Casullo—, mientras lo que suele llamarse “nuevas tendencias”, como es lógico, rechaza los territorios vanguardistas porque se prefiere ser maestro de la sospecha antes que artesano del abismo.

Mientras Favio es nuestro absoluto vanguardista, aquello otro que precisamente es festejado como una ruptura trascendente con el pasado, hasta el momento no ha logrado una espesura artística y conceptual como para justificar su drástica empresa de crítica a la “razón populista”. Si ésta se inspira inusitadamente en las más altas filosofías de la época, la crítica al historicismo artístico cuenta apenas con un puñado de escritores y artistas, que con ser muy buenos, no alcanzan para producir un escape decisivo de las poderosas mallas de la leyenda nacional. Lo que confirma que la cultura, si tal concepto puede esgrimirse unívocamente, es escape pero también un paciente escarbar en lo que el ánimo colectivo formula como inconcluso y no cicatrizado. Estas son algunas cosas que pueden decirse de estos sorprendentes y sorprendidos 25 años democráticos en la obra artística nacional.

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León Ferrari, "La civilización occidental y cristiana", 1965.
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