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Más allá de la magia

El 27 de agosto de 1920, con una mítica transmisión desde el Teatro Coliseo, nacía la radiodifusión en la Argentina. Sin embargo, nueve décadas de gloria y un capital afectivo que aún promete rendimientos a largo plazo no son excusas válidas para que renuncie a repensarse a sí misma y a planificar cómo enfrentará los desafíos que se vienen.

 Por Eduardo Aliverti

El repaso de la historia de la radio ya se hizo unas cuantas veces y por diferentes medios. Hay algunos libros y documentales televisivos. Hubo transmisiones y producciones especiales. Se consiguen testimonios. Y la mayoría de todo eso es muy valioso. Pero siempre es hacia atrás. Para adelante no hay nada o, por lo menos, nada que tenga una trascendencia relevante. Este suplemento quiere ser un aporte hacia allí. Hacia el delante de la radio.

Puede suponerse que confluyen dos factores para que la mirada sea invariablemente retrospectiva. Uno es la riqueza del decurso radiofónico y no sólo por su anecdotario interminable: en varias etapas de estos 90 años, el medio demostró una ductilidad fantástica para reinventarse. Cada vez que la dieron por muerta, o atravesada de tubos en terapia intensiva, la radio se sobrepuso. Y lo hizo porque fugó hacia el futuro, ya que estamos. Al cabo de lo que se conoce como su “época de oro” –las décadas 40/50 con los radioteatros y las orquestas en vivo, más la estirpe de sus grandes locutores y artistas exclusivos– llegó la televisión. Esa fue la primera instancia en que se pronosticó el final de la radio, o algo así. Pero apareció el transistor, y con él su carácter de herramienta sensorial-portable: una prerrogativa hasta hoy insuperada y que, junto con la invisibilidad como mayor secreto de su magia, no permite imaginar que pueda ser vencida. Eso de plantarse como el único medio de comunicación que admite ser usado en movimiento constante a la par de otras actividades. Y el único en que sólo interviene uno de los sentidos. No hay tacto, no hay vista, no hay olfato. Apenas el oído. “Los pingos se ven en la radio”, como sabe decir un viejo lobo de los medios. Esa base constitutiva fue, y es, la que invariablemente le sirve de apoyatura para permanecer enhiesta. Porque, en los ’60, no fue únicamente el transistor lo que revolucionó. Si fuera por eso, sólo habría sido una mediación tecnológica lo que dio sobrevivencia a la radio. Ya se sabe, ya está en la historia, ya se lo reconoció. Hubo muy buenas ideas, y programas y figuras brillantes. Hasta los ’80: la Rock & Pop desde el continente artístico, y Belgrano en el universo de los contenidos periodísticos, fueron lo último que trazó grandes rumbos. Desde entonces, hay la sensación de estar dando vueltas alrededor de lo mismo. Una de las explicaciones podría ser que, al haberse convertido en el orejón final del tarro multimediático, desapareció de los niveles directrices la gente que sabe de radio. Que es de radio. Se advierte que todo da más o menos igual. Desde el desprecio por el lenguaje radiofónico hasta la improbabilidad de que se profundice en algo, lo que sea. Desde la dictadura de la cultura clip, copiada de la tevé, hasta la ausencia de tentativas o recreación de nuevos formatos y géneros.

Y pasa el segundo factor. La radio cree que le basta con lo que tiene para aguantar sin sobresaltos. Y el tema es que en buena medida no le falta razón, por aquello de sus rasgos distintivos, inmanentes. De manera que (se) revisa con indulgencia. Pero no se planea a sí misma como supo hacerlo. También en los ’80 despuntaron las emisoras de baja potencia, como rincón de baratura tecnológica para diversos sectores de los “sin voz”. Logro formidable, hasta el punto de que esas señales fueron la base de lo que el sistema tiene que digerir tantos años después. Pero más tarde las cooptaron los Grupos, o reprodujeron lo sistémico multiplicando su lógica ¿meramente? entretenedora: vamos rápido, asentemos algo cercano a lo profesional para disimular un poco, alguien que sepa editar en el mejor de los casos y a otra cosa. Quedó, en unas pocas pero significativas de las otrora “truchas”, algún espíritu de rebeldía; de relativa experimentación; de comprate el espacio pero haceme algo con pretensiones de distinto; de rompeme dos o tres platos; de dejar de parecer artesanales. Algo de ese hálito se percibe en algunas experiencias por Internet. Y Pergolini, como lo cuenta aquí, trabaja en una suerte de creación multimediático-interactiva en torno de su programa, con target específico. Puede ser una punta de lanza y más porque no pierde de vista que lo que debe comandar, en todo momento, es un programa de radio. Tecnología pero sobre la magia: de lo contrario no sirve. Parecería que ya no hay más por inventar, aunque nunca faltarán salames capaces de creer que pasarán a innovar en algo si ponen los discos al revés. Si es así o si es por eso, suena mejor que se vuelva a las tradiciones de excelencia. Como quiera que fuere, está claro que el desafío de la época –y, tal vez, ésta sea otra de las causas para comprender la carencia de novedades en contenidos y artística– pasa más por detectar la supervivencia eficaz de la radio en términos de producto industrial-pyme, que por debatir acerca de programación.

Cristian Jensen apunta en su nota que se trata de la apropiación social de la tecnología, mediante el vector de la nueva ley de Medios Audiovisuales, para poner la regulación técnica al servicio de la pluralidad y la incorporación de nuevas voces. Es una definición teórica irreprochable, profundamente política y sustentada en su artículo. Pero Martín Becerra recuerda en el suyo que de la masa dineraria que gestiona el mercado publicitario argentino, la radio (AM y FM) sólo absorbe un tres por ciento. Y Edmundo Rébora, de ARPA, la entidad que nuclea a buena parte de los empresarios radiofónicos privados, avisa que ellos no están en condiciones de absorber a los miles de trabajadores y profesionales a que obliga el ordenamiento legal-laboral, por el sesgo antiprivatista de la ley: no es para discutir si no pueden o no quieren, pero el valor de su escrito es notificar que así será. María Seoane, la directora de Nacional, apuesta a que lo privado deje de someter a lo público, para tener una evolución federal por sus propios medios. Y Farco, como organización destacable en la agrupación de las emisoras comunitarias, dice que sería posible articular el 33 por ciento de las frecuencias para el sector público no gubernamental –como lo prevé la nueva ley– en la búsqueda de una comunicación que refleje las identidades de nuestro pueblo. ¿Hay algo que una a esas perspectivas analíticas, o de ejecución? Sí: la diferencia de intereses. Ganar plata no es lo mismo que conducir la red de radios del Estado. Y profesionalizar cómo siguen las emisoras (real o pretendidamente) comunitarias o cómo surgirán nuevos actores comunicacionales, no es lo mismo que ocuparse de cómo se distribuyen las frecuencias en un mercado en el que la torta publicitaria no da para todos. Dicho sea de paso respecto de esto último, tampoco hay debate o estudio en torno de cómo las nuevas tecnologías impactarán en el futuro comercial de la radio.

Un punto de destrabe, para este escenario que aparenta ser muy complejo, podría ser el hecho de que, en principio, el espectro radiofónico es lo suficientemente amplio como para que puedan convivir esos intereses disímiles. El Estado debe darse, por un lado, su política de penetración, con independencia de las lógicas de mercado. No es real que vaya a ocupar el 33 por ciento del espacio, porque carece de la infraestructura para hacerlo. Y si lo hace, será a través de tercerizar las producciones. Por otra parte y por lo tanto, debería dedicar esfuerzo a garantizar –no sólo con su paraguas de encauzamiento legal– la sustentabilidad y progreso de las experiencias públicas no gubernamentales a que la ley da lugar. Y en cuanto al sector privado, primero cabría que se repregunte por el para qué de disponer y concentrar emisoras. ¿Sólo para ser un factor de poder que amplifica la agenda de sus intereses ideológico-corporativos? ¿O pueden reintentar que tener una radio sea negocio per se, aunque nunca un gran negocio? Si es lo primero, la esperanza de innovaciones está frita. Pero si es lo segundo, tendrían mucho por delante: segmentar audiencias, reorientar el paisaje publicitario, captar nuevos nichos, volver a confiar en quienes saben del tema.

Lo único seguro es que siempre habrá alguien que quiera hacer radio, porque no hay medio más barato, libre y sensual que ése. Esta victoria cumple 90 años y no está amenazada como tal, sino herida por alguna gente que tiene radios como si fuese lo mismo que una verdulería.

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