ESPECIALES

El amor político

 Por Sandra Russo

Cuando Cristina, muy seguido, habla de “El” en los actos, cuando lo invoca, cuando le rinde tributo o apela a su memoria, dirigentes y periodistas opositores la acusan de “endiosarlo”. En ese relato según el cual el kirchnerismo es “puro relato”, ella especula cuando habla de “El”, ella lo usa. Sus lágrimas son de cocodrilo, como sus carteras. En ese relato que termina indefectiblemente hablando de esta democracia como de una “dictadura” de la que hay que “liberarse”, El y Ella están solos en la cima, ella usando el recuerdo de él para satisfacer su lisa y llana ansia de poder.

En la vida real, más allá de si el hecho gusta o no gusta, si se acomoda o no a las cosas tal como se las suele contar mediáticamente, cuando la Presidenta habla de Néstor, millones de personas perciben otra cosa, algo extremadamente distinto, podría decirse que es algo opuesto a la especulación. Desde el relato sobre el relato kirchnerista, eso que pasa en tantos corazones no se ve ni se registra, se pasa por alto, se elude, se evita, pero esa evitación no sesga ni rasga el pulso del amor colectivo. El amor colectivo que grandes sectores de este país sienten por Néstor Kirchner es el que alumbra este tiempo, y como todo amor es recíproco: el amor hacia Néstor implica reconocerle lo que él hizo por todos y cada uno, y fue restituirles el sentido de pertenencia a algo más grande que sus proyectos personales.

El relato sobre el relato kirchnerista habla indefectiblemente, en cambio, de especulación, también de abajo hacia arriba: mientras afirman que Cristina especula cuando lo nombra, afirman que quienes lo lloran, lo extrañan o lo reivindican especulan también. Las razones adquieren diversas formas, pero en general van a parar siempre al choripán o el cargo o el interés personal. Siguen sin saber leer. No les conviene leer. Ese amor colectivo, siempre retaceado, siempre ausente de las lecturas maníacas y demonizadoras, no puede reproducirse en laboratorio, no puede envasarse y venderse como un souvenir. Es algo infabricable y está fuera del universo del cálculo en el que ese relato sobre el relato kirchnerista también lo instaló a él. Claro que Néstor supo calcular. Milimétricamente calculó la correlación de fuerzas cuando ser un presidente argentino era casi nada, era arriesgarse a ser el sexto consecutivo en ser echado por una institucionalidad deshecha. Y cuando hizo esos cálculos, sabía que ese 22 por ciento que le correspondía por primera vuelta no era nada. Cuando leyó su discurso inaugural y dijo que no dejaría sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada y dijo también que “cambio” era el nombre del futuro, sabía que lo que tenía por delante era un trabajo disparatadamente titánico: la única estrategia con posibilidad de éxito era hacer. Ya en ese momento, aquel 25 de mayo de 2003, Néstor sabía –o mejor dicho: decidía– que su legitimación dependía de sus políticas. Lo que otros desvían hacia el marketing o la imagen, él lo depositó en sus políticas.

Hay un correlato perfectamente racional por el que esas personas que hoy siguen llorando a Néstor podrían describir las razones de la identidad política que lleva el apellido de Kirchner. La que hoy, nueve años después, constituye la fuerza política más grande de la Argentina. Podrían hablar de la reestructuración de la deuda externa, o de la política de derechos humanos, o del rechazo al ALCA, o de la creación de millones de puestos de trabajo, o la iniciativa de crear un espacio político inclusivo en el que no sólo los peronistas sintieran que estaban siendo convocados. Podrían decir que él le devolvió a la política su versión trascendente, podrían decir que él se animó a conducir políticamente la economía cuando eso no lo hacía casi nadie en el mundo, apenas dos o tres presidentes latinoamericanos. La lista podría seguir, pero no es con un solo hemisferio cerebral que uno abraza una causa política: se hace con todo el cerebro y con el corazón.

Además de todas sus políticas, que le devolvieron la estabilidad y la capacidad de proyección no sólo al país en general sino también a millones de ciudadanos en particular, Néstor fue el presidente de la democracia que más veces habló de amor. Si se repasan sus discursos, fue insistente. Era un llamado a la sintonía. A lo superador. Porque no hay nada que podamos sentir, como individuos y como pueblo, que sea más superador que el amor. Pero Néstor no hablaba ni del amor romántico, ni del amor de San Valentín, ni del amor religioso, ni del amor de la new age. Ya en 2003 él hablaba de amor político. O, dicho de otra manera, de un tipo de política que fuera capaz de enraizarse en lo profundo de cada quien, guiada por el motor de las convicciones. De lo que uno cree que hay que hacer. De lo que uno cree que es justo. De lo que uno cree que es un derecho. Un amor basado en la afirmación y no en la negación. Una política inspirada en el amor y no en el odio. El amor afirma y el odio niega.

Han pasado dos años y nada ha dejado de moverse, de latir, de vibrar. Los que mejor escucharon el llamado de Néstor fueron los jóvenes, porque fue a ellos que el mensaje estuvo dirigido desde el comienzo. En aquel país del que se vayan todos, ese sueño del que Néstor habló en su discurso inaugural sólo era viable con nuevas generaciones que tomaran la posta sin compromisos y barros preexistentes. Se fue pidiendo mil flores y han crecido muchas más, para las que Néstor, como para muchos otros, hoy es un símbolo íntimo y colectivo, una bandera que, antes que de ninguna otra cosa, hoy sigue hablando de amor.

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