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La TV que nos desilusiona

El sistema de comunicación es un espacio de la batalla cultural y, por lo tanto, también un ámbito de la política. Y la televisión, un actor siempre protagónico en ese escenario, más allá de cualquier consideración que se haga sobre ella.

 Por Luis Buero *

Dijo un humorista que el sofá se creó para que todo ciudadano se siente a consumir y contemplar sus posesiones. Y quizá para que ninguna idea revolucionaria le hiciera chispas en su cerebro, otro inventor le puso un televisor delante. Desde entonces, la relación sofá-televisor siempre produce efectos interesantes. Por ejemplo: que haya gente que escuche atenta las críticas cinematográficas del Bambino Veira, o que públicos enormes se pasen horas viendo cómo un grupo de personas mediocres opinan sandeces desde su encierro en una casa imaginaria, o que ansiemos morbosamente que un travesti desafine al cantar y se tire de las mechas con un miembro del jurado que lo descalifica, mientras asistimos a las supuestas guerras de camarín entre cuerpos femeninos saturados de erotismo. Y aparentemente nos enternece ver cómo un conductor hipermediático le habla al oído al perro de un ciego bailarín para luego sacarle la pollera a una corista. También llevamos de boca en boca los temas que la agenda de los noticieros nos proponen, porque “eso es lo que debemos saber antes de salir de casa”, y hasta somos capaces de sentir que al cambiar de canal o apagar la tele, lo que ya no vemos deja de existir, como cuando teníamos cinco años de edad.

Sobre el porqué se han escrito muchos libros definiendo la tevé como la caja boba, el chicle para el ojo, un masaje para el cerebro, y hasta como objeto transicional del adulto, al que le devuelve cierta seguridad ontológica ante el caos externo.

Otros autores nos califican de “homovidens”, transformación del “homosapiens” después de ver el concurso para escalar un palo enjabonado con el fin de ganarse un juego de living.

Pero la televisión es algo más complejo aún, es la difícil articulación de publicidad (recursos), contenidos, tecnología y contexto social, todo eso monitoreado por un software que mide el rating minuto a minuto y lo informa en real time. Y es una industria que ante la ausencia de publicidad, verdadera reina del medio, genera programas baratos y mediocres en todo sentido.

La contabilidad tiene que cerrar y eso si se logra con escándalos o con que Hamlet aparezca con la publicidad de Fate en la espada, todo bien.

Y todo esto, además, para lograr que se entretengan millones de albañiles, amas de casa, mecánicos, dentistas, economistas, cartoneros, obstetras, filósofos, que tal vez estén deprimidos, algo frustrados por el sistema que los contiene, y supliquen por tres horas para no pensar en nada.

El no pensar en nada incluye no sólo expulsar de nuestra mente las contradicciones sociales del sistema; es también generar el olvido o la negación de nuestra propia insatisfacción por un rato. Con una ventaja, cuando vemos algo que no nos gusta cambiamos de canal y listo, e igual que un niño de cinco años cree que si su mamá sale del campo de visión desaparece, también nosotros fantaseamos que la guerra de Irak se termina al apretar el control remoto y poner a Los Simpson.

La tele brinda eso, una gratificación virtual sin pagar los precios rotos. Por un lado nos mete en la vida ajena de famosos (que se hicieron célebres por cualquier cosa menos por algo valioso para la sociedad) y en este sin límite de lo público y lo privado nos muestra las toallas sucias, las caries mentales de los triunfadores. Y saber que ese alpinista manco que escaló el Everest en 24 horas...le pega a la mujer cuando llega nos brinda un mensaje restaurativo. Es decir, nosotros fracasamos pero ellos, los que nos muestran la falta, son peores.

Ante esto, un periodista de espectáculos, que tuvo que aprobar treinta materias para después dedicarse a criticar las charlas de Wanda Nara en los famosos almuerzos de televisión, siente que en algo la vida lo estafó.

Y lo peor es que no tenemos respuesta para su desilusión estructural. Lo popular siempre será incomprensible para la razón pura. Sintetizando, McLuhan escribió: el medio es el mensaje. Y Enrique Lynch completó: la televisión es el espejo del reino. Me quedo con estas dos frases. Les sugiero olvidar todas las demás.

* Guionista, periodista, docente Univ. de Morón-ISER.

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